martes, 12 de noviembre de 2013

EN BUSCA DEL TIEMPO DE PROUST. VIAJE A ILLIERS-COMBRAY

VIAJE A ILLIERS–COMBRAY. 26 DE JULIO DE 2011 (DE VUELTA DE BRETAÑA Y NORMANDIA)

Unos veinte kilómetros separan Chartres de Illiers. En el mediodía se suceden las llanuras castellanas de trigo y maíz, o de tierra marrón roturada para el sembrado, con algunas arboledas aisladas de cuando en cuando, así como alguna granja a lo lejos. Es la plaine. No es el paisaje que uno hubiera pintado aproximándose a Combray; siempre nos pierde nuestro imaginario romántico, que tiende a la fronda o al valle verde, al río profundo o anchuroso, al sendero acribillado de luces por los intersticios del bosque.


Al fondo ya se divisa la aguda aguja de la torre de la iglesia de Illiers, la iglesia de Saint-Jacques. La visión de la cercana villa no debe de diferir mucho de aquella que Proust viera cuando se acercaba a Combray; aunque él viajaba por ferrocarril, la línea férrea ha de provenir de la misma dirección, ya que éste es el camino natural desde el no muy lejano París. «Cuando llegábamos allí, la semana anterior a Pascua, era tan sólo la iglesia resumiendo y representando al pueblo entero», escribía Proust. Y aún distante, a la derecha, un poco retirado, creo que se alza un chateau. «Sí, tú ya como don Quijote, viendo castillos donde sólo hay graneros», me espeta Rosa. Es un silo gigantesco.

Illiers-Combray, reza el cartel de entrada. Se fusiona la realidad y la literatura, y, como tantas veces, el lugar de la Mancha acaba nombrándose para que descubramos que la idea es más concreta que la materia, y que su consistencia es más real que la realidad que perciben nuestros sentidos.

Si uno compara el encanto de Illiers con la mayoría de los pueblos franceses, no saldría aquél muy bien parado. No es que sea un pueblo feo —es difícil encontrarlos en Francia, si bien haberlos haylos—, pero aunque aseado y humano como casi todos, no deja de ser un tanto vulgar y discreto. La iglesia, un volumen compacto y mazacotudo, tan diferente de la estilización catedralicia tan habitual en otras localidades, cierra uno de los lados del triángulo que forma la plaza.

«¿Y cómo hablar del ábside de la iglesia de Combray? ¡Era tan tosco, y carecía de tal modo de toda belleza artística y hasta de inspiración religiosa! Por fuera, como el cruce de calles en que se asentaba el ábside estaba más en bajo, su tosco muro se elevaba sobre un basamento de morrillos sin labrar, erizados de guijarros y sin ningún carácter especialmente eclesiástico; las vidrieras parecían estar a demasiada altura, y el conjunto más semejaba muro de cárcel que de iglesia. Y claro que luego, pasado el tiempo, al acordarme de todos los gloriosos ábsides que había visto, no se me ocurrió nunca compararlos con el ábside de Combray. Tan sólo un día, en un recodo de una callejuela de provincia, vi, frente al cruce de tres calles, un muro rudo y sobrealzado, con vidrieras abiertas en lo alto, con el mismo aspecto asimétrico del ábside de Combray, Y entonces no me admiré, como en Chartres o en Reims, de la fuerza con que allí estaba expresado el sentimiento religioso, sino que exclamé sin querer: «¡La iglesia!».


Nos adentramos en la iglesia, la de Saint-Jacques, o la de Saint-Hilare, ya no sabe uno. El interior está oscuro... no parece haber nadie; las vidrieras, pequeñas y “a demasiada altura”, sólo crean una sensación coloreada de velada transparencia que se refleja en los bancos pulidos y barnizados que casi abarrotan toda la nave. Cuando la vista se adapta a la penumbra, descubrimos que bajo el tosco envoltorio de su fábrica está el tesoro del templo: la cubierta. Sobre varias finas vigas de madera decorada se sostiene la techumbre de bóveda de medio cañón —como el casco de un barco invertido— pintada con gran variedad de colores y ornamentada hasta su último centímetro cuadrado. Es difícil en la altura y en la oscuridad —y más para los miopes— adivinar las figuras, las imágenes, pero se percibe una profusión de trazos capaz de agotar un millón de miradas. No recuerdo que en una de las vidrieras, la de la capilla dedicada a la Virgen, se supone que está representado Gilberto el Malo, Gilbert le Mauvais, y escribo se supone, porque esa vidriera es la proustiana del templo de Saint-Hilare, por cuanto que la de Saint-Jacques representa al caballero Florent d’Illiers. Sí recuerdo, en cambio, que en otro cuerpo de esa vidriera se reconoce a Santiago peregrino.

En ese triángulo escaleno de la plaza se concentra una gran parte de la actividad comercial de la villa; no obstante, apenas si se ve tránsito alguno de personas. Desde la terraza del Café de la Place, casi frente a la entrada al templo, mientras estamos tomando una cerveza, observamos el entorno: une coiffure, deux kebab, deux pharmacie-orthopedie, el Hôtel de L’Image, la tienda del Petit Casino, Groupama, Oxígene prêt a porter, deux inmobilieres, el ya abandonado restaurante moracaine Le Sultan, la Maison de Presse, Rema Swiss-Life... Y nada, absolutamente nada, que recuerde no sé si la presencia o la ausencia de Marcel Proust (ni tan siquiera un restaurante Le Proust, como el Le Flaubert de Croisset).

Pero como escribió Hugo Beccacece (redactor de La Nación de Buenos Aires, y proustiano apasionado), tras su visita a Illiers, un sábado de mayo —la journée des aubépines, el día de los espinos blancos— en que la Asociación de Amigos de Proust recuerda a éste anualmente, 

«según Proust, los peregrinajes a los lugares que inspiraron una obra están condenados a la decepción. La revelación que nos depara un libro o una pintura no se halla en el paisaje o en el ser que les sirvió de modelo, tampoco en los cuartos o en el taller donde vivió y trabajó su autor. Las verdades sólo se encuentran en uno mismo, jamás en el espejismo de la realidad: ésa es la enseñanza más profunda de À la recherche du temps perdu. El encanto de Combray, donde transcurre la primera parte de ese libro, sólo se puede recuperar en la novela.»

Es posible regresar a los lugares, pero no a los lugares de nuestra memoria. Nosotros éramos como «esas personas que salen de viaje para ver con sus propios ojos una ciudad deseada, imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado», como escribe el mismo Proust al comienzo de su novela.

Un cuarteto de ancianas se baja de un coche, tras aparcar en la plaza. Con paso difícil y vacilante suben pausadamente los escalones de la iglesia; una de ellas está a punto de tropezar en un peldaño y caerse estrepitosamente, pero logra milagrosamente recomponer su equilibrio.

Cuando nos acercamos a un restaurante próximo para comer —que ya es hora—, nos dan con la puerta en las narices, con muestras de verdadera antipatía. La verdad, uno no comprende de dónde sacan el dinero algunos hosteleros franceses, está claro que no se hernian trabajando ni echando horas. Finalmente, después de buscar durante un largo rato por aquí y por allá, hallamos al menos una pizzería, La Toscane, que nos reconcilia de nuevo con la amabilidad francesa.

El encanto de Combray no se recupera en Illiers, pero sí en la maison de tante Léonie, la casa de la tía Elisabeth, donde Marcel y su hermano Robert pasaban las vacaciones de Pascua. Para llegar a ella, nos es necesario preguntar a dos o tres lugareños, aunque estaba ¡al lado mismo del restaurante antipático! Se halla sita en la calle de Santa Hildegarda, junto a una boucherie. No es nada especial en relación a las demás casas de su alrededor; es una vivienda de clase media —clase media francesa— , con un jardincito que hace esquina a su manzana, y con puerta también a la calle trasera, el número 4 de la rue du Docteur Proust —en honor a Adrien, Proust padre.

La casa de la tía Léonie, sede de la Sociedad de Amigos de Marcel Proust y de los Amigos de Combray —actualmente declarada monumento histórico, tal como cuenta el folleto que nos entregan en la peculiar traducción al español (y que es de agradecer, pues nuestra lengua no se tiene aún demasiado en cuenta en la Francia escrita, no así a la hora de ser hablada),

«...fue propiedad de Jules Amiot hasta su muerte en 1912. Su esposa, Elisabeth, fallecida en 1886, fue la hermana del profesor Adrien Proust, padre de Marcel Proust, cuya familia de pequeños comerciantes formaba parte de la iglesia de Illiers desde el siglo XVI (vendedores de candelas y capilleres).
Con su familia, Marcel Proust pasó aquí sus vacaciones desde la infancia hasta el momento en que su primera crisis de asma le impidiera seguir permaneciendo en el campo. No debería volver nunca más a Illiers, después de una última estadía en el mes de septiembre de 1886. Ésta fue dedicada a días de lectura, a paseos por los alrededores de Méséglise y, probablemente, a la escritura, mientras sus padres concluían los trámites de la herencia de su tía Elisabeth Amiot. Los recuerdos, resurgidos por la fuerza de impresiones sensitivas, como el gusto del bizcocho mojado en la taza de tilo, van recreando en La búsqueda del tiempo perdido el mundo de la niñez en Combray de un narrador, llamado Marcel que, con sus recuerdos sensibles, sus experiencias y reflexiones, decide, al final, escribir un libro en el cual cada lector será “el lector de sí mismo”.
La casa fue comprada de nuevo en 1954 por Germaine Amiot y regalada en 1976 a la Sociedad que P. L. Larcher y su esposa habían fundado en 1947. El señor Larcher arregló la casa en conformidad con los textos de Proust. El pequeño salón, la cocina, el comedor conservan su decoración de origen.»


Entramos directamente por la verja al patio —no ha sonado el cascabel—; tras los árboles se abre en medio un parterre ajardinado con diversas plantas ornamentales, y antes una mesa metálica redonda frente a un banco; a la derecha se resguarda un antiguo invernadero, hoy salita de exposiciones y descanso, y a la izquierda un gabinete donde se sacan las entradas y que sirve de tienda de souvenires. Y enfrente la casa, de dos pisos, con las ventanas enmarcadas por azulejos geométricos. «Los ladrillos y los azulejos de media luna de la única avenida del jardincito bordeaban los arriates de pensamientos...»

Además de nosotros, inician la visita un joven con una niña y las cuatro ancianitas que viéramos antes en la plaza. Vamos viendo por libre las distintas habitaciones de la casa, como cohibidos por la sensación del intruso, embozados en la luz suave y apagada que filtra el cielo cada vez más nublado.

Penetramos en el salón comedor, uno de esos salones sombríos en los que es necesario poner un reloj para recordarle al tiempo que no ha de detenerse. La luz se posaba en los muebles de color caoba como una invitada tímida y nosotros nos movíamos como si a cualquier paso pudiéramos romper el aire con total estrépito. El mismo que se habría formado si los platos de cerámica pintada, colgados en la pared de la izquierda, se hubieran desprendido súbitamente de sus colgaduras si por acaso el espejo en que se reflejaban hubiera sido herido por la imagen de un rayo. La chimenea enmarcada de blanco era una amnesia de fuegos. Una mesa con tapete de hilo blanco redondea el centro de la sala.

Pasamos a las otras estancias: a la cocina, blanca y luminosa, con tonos grises claros y azulados, tonos verdes y marrones en los azulejos, con los cacharros esperando a estar dispuestos sobre la cocina de hierro, con la escalerita que sube a la despensa... de donde esperamos ver salir a la cocinera, «Francisca señoreando las fuerzas de la naturaleza». Y el gabinete o “cuarto morisco” del tío Jules Amiot, que intentó convertir en su pequeña Argelia.


Cuando uno sube las escaleras, se imagina los crujidos que anunciarían a Marcel el esperado beso de mamá. Y cuando topamos con las viejecitas visitantes, y éstas sonríen de manera dulce y cómplice, nos parecen las figuras de la tía Léonie o de la abuela.

En la habitación de la tía Leoncia «A un lado de su cama había una cómoda amarilla de madera de limonero, mueble que participaba de las funciones de botiquín y altar; junto a una estatuita de la virgen y una botella de Vichy-Célestins había libros de misa y recetas del médico, todo lo necesario para seguir desde el lecho los oficios religiosos y el régimen, y para que no se pasara la hora de la pepsina ni la de vísperas. Al otro lado de la dama extendíase la ventana, y así tenía la calle a la vista, y podía leer desde la mañana hasta por la noche, para no aburrirse, al modo de los príncipes persas, la crónica diaria, pero inmemorial, de Combray, crónica que luego comentaba con Francisca.» Y un piano en un rincón espera su mano de nieve.

«En el verano, en cambio, cuando volvíamos aún no se había puesto el sol, y mientras estábamos en el cuarto de la tía Leoncia, su luz, que descendía y tocaba la ventana, se paraba entre los cortinones y las abrazaderas, dividida, ramificada, filtrada, incrustando trocitos de oro en la madera del limonero de la cómoda, e iluminada oblicuamente la habitación con la misma delicadeza que toma en el bosque, bajo los árboles.»

Y luego penetramos en el dormitorio de Marcel como en un sancta santorum:

«Esas altas cortinas blancas que ocultaban a las miradas la cama colocada como en el fondo de un santuario; una cantidad de cubrepiés de suave seda esparcidos, de coberturas floreadas, de cubrecamas bordados, de fundas de almohadas de batista, bajo los cuales la cama desaparecía durante el día, como un altar en el mes de María bajo los festones y las flores, y que yo, al atardecer, para poder acostarme, acomodaba con precaución sobre un sillón donde consentían pasar la noche; y al lado de la cama, la trinidad del vaso con dibujos azules, del azucarero similar y de la jarra (siempre vacía desde el día de mi llegada, por la orden de mi tía de que yo la "volcase"...), especie de instrumentos del culto —casi tan sagrados como el precioso licor de azahar, colocado junto a ellos en una ampolla de vidrio— que no me hubiera permitido profanar ni aun utilizar para mi uso personal, como si fuera un cáliz consagrado, que yo apreciaba largamente antes de desvestirme, con el temor de derramarlo por un falso movimiento.»


Y sobre otra mesilla, a la izquierda del aparador de la chimenea donde se encumbra el espejo y se apoya la campana de cristal que contiene el tiempo en el reloj dorado de sobremesa, se yergue la linterna mágica que proyectaba nocturna la imagen de Golo, quien al paso sofrenado de su caballo, «dominado por un atroz designio, salía del bosquecillo triangular que aterciopelaba con su sombrío verdor la falda de una colina e iba adelantándose a saltitos hacia el castillo de Genoveva de Bravante». Y a Pedro la historia de Genoveva le recuerda a su vez su propia infancia, cuando la tía Alberta, su vecina, se la contaba a él mismo, con las correcciones temerosas de su marido Hermógenes, y con la promesa, nunca cumplida, de que un día le dejaría el libro misterioso donde se narraba tan bella y terrible historia, ilustrado con muchos “santos”. Sólo que a mí no me provocaba angustia alguna, sino la promesa de otra vida aventurera y misteriosa.

Subimos luego a la mansarda o desván de madera del piso superior, donde la Sociedad de Amigos muestra una exposición, un tanto caótica, de fotografías y documentos proustianos y de la época.


Después de comprar unos pósters y unas postales, también para un amigo nuestro (uno de esos verdaderos proustianos, proustianos tácitos, íntimos y verdaderos, de esos que no acuden a congresos pero que conocen a Proust más que un congreso o asociación enteros, y que son, sin duda, los lectores que Marcel hubiera deseado para sí), después nos sentamos, antes de despedirnos de la maison, en un banco del pequeño jardín, allí donde

«...algunas noches, cuando estábamos sentados delante de la casa alrededor de la mesa de hierro, cobijados por el viejo castaño, oíamos al extremo del jardín, no el cascabel chillón y profuso que regaba y aturdía a su paso con un ruido ferruginoso, helado e inagotable, a cualquier persona de casa que le pusiera en movimiento al entrar sin llamar, sino el doble tintineo, tímido, oval y dorado de la campanilla, que anunciaba a los de fuera; y en seguida todo el mundo se preguntaba: “Una visita. ¿Quién será?”»


Quizá alguna de las ventanas superiores correspondiera a esa habitación hoy ignorada, donde cuenta el narrador que

«me subía a llorar a lo más alto de la casa, junto al tejado, a una habitacioncita que estaba al lado de la sala de estudio, que olía a lirio y que estaba aromada, además, por el perfume de un grosellero que crecía afuera, entre las piedras del muro, y que introducía una rama por la entreabierta ventana. Este cuarto, que estaba destinado a un uso más especial y vulgar, y desde el cual se dominaba durante el día claro hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió de refugio mucho tiempo, sin duda por ser el único donde podía encerrarme con llave, para aquellas de mis ocupaciones que exigían una soledad inviolable: la lectura, el ensueño, el llanto y la voluptuosidad.»

Nos acercamos luego al Pré Catelan, el jardín del tío Amiot, por donde paseamos, bajo un cielo oscurecido, por senderos entre la arboleda y un pequeño riachuelo que conduce a las ruinas de un viejo torreón.


Impelidos por la amenaza de lluvia, retornamos al interior del pueblo y, antes de llegar a la plaza, ya rompe a llover. Y no es una lluvia caduca como es habitual en Francia, sino un diluvio feroz, que estalla sus burbujas sobre las piedras del suelo, y que nos obliga a refugiarnos en el interior de la iglesia. Ahora se comprende la forma de la techumbre del templo: es un arca de Noé invertida, que espera algún día un diluvio como el de esta tarde para volver a mirar al cielo. Permanecemos solos y solitarios, en la penumbra, en el recogimiento, en este detenerse del tiempo en los relojes, confundidos con las infinitas agujas de la lluvia.

Pero esa prisa interior que nos hace llegar tarde a no se sabe dónde, nos impulsa de nuevo -al cabo de no sabemos cuánto tiempo- a proseguir el viaje. Me cubro con la chaqueta de Rosa y voy en busca del coche; mi mujer me esperará en la iglesia para que no se mojen los pósters y las postales que hemos comprado en la casa de la tante Léonie. Deambulo de acá para allá, perdiéndome bajo el diluvio, calándome bajo los tilos que conducen a la estación de tren, dando vueltas casi sobre mí mismo, sin encontrar rastro del coche, imaginando bajo la chaqueta mojada que esta misma lluvia cayó algún día sobre el pequeño Proust y que éste también habría de refugiarse en la iglesia como de nuevo tengo que hacer yo. Rosa, cuando me ve de nuevo y adivina que no he encontrado el automóvil, mira al cielo abovedado. Y salimos los dos hacia el aparcamiento donde dejamos el auto, no más lejos quizá de doscientos metros. Había pasado antes dos veces por allí sin reconocer mi propio vehículo.

El limpiaparabrisas deja entrever otras calles de Illiers, y de nuevo el paseo de la estación de ferrocarril, y luego se aleja de Combray con un hasta otra ocasión, cuando una más atenta lectura de En busca del tiempo perdido despierte de nuevo la necesidad de un tiempo recobrado. Porque pasado el tiempo, sabremos que en Illiers —o al menos en Combray— existe, sí, de verdad, un castillo, «el castillo de Tansonville, donde vivía Gilberte, el primer amor del narrador y, por último, el manoir de Mirougrain, especie de extraño castillejo del siglo XIX, que sirvió de modelo para Montjouvain, la residencia del músico Vinteuil, el arquetipo del gran compositor.» También descubriremos que paseamos por el Pré Catelan bajo el efecto de unos pérfidos encantadores que nos ocultaron la visión de un «palomar pintado de un color rojizo, que recordaba construcciones árabes», así como «un pabellón de verano octogonal, la Casa de los Arqueros»... ¿O quizá no llegamos a pasear por el sendero de espinos blancos, o rosados? Proust llamó a los espinos arbusto católico y delicioso. ¡Los espinos blancos -o rosados!