miércoles, 9 de octubre de 2013

EL CAPOTE DEL COPISTA. SOBRE EL CAPOTE DE GOGOL

  ENSAYO SOBRE EL CAPOTE DE GOGOL PARA EL CURSO SOBRE LITERATURA RUSA

EL CAPOTE DEL COPISTA

Y es que, en nuestra Rusia, todo está contaminado por la manía de la imitación y cada cual remeda y copia al superior.
El capote[1], Nicolái V. Gógol

El lenguaje muerto, el lenguaje que se copia a sí mismo, condena a Akaki Akákievich Bashmachkin desde su nacimiento, más aún, desde antes de su concepción, cual si estuviese predestinado. Así su apellido lo ata al suelo, a lo pedestre, a lo más bajo[2]: «El funcionario se apellidaba Bashmachkin. Salta a la vista que el tal apellido tuvo algún día su origen en la palabra basahmk [zapato], aunque se ignore cuándo, en qué época y de qué modo se produjo la derivación, ya que tanto el padre como el abuelo y hasta el cuñado de nuestro personaje, o sea, todos los Bashmachkin, usaban botas, limitándose a echarles medias suelas dos o tres veces al año.» Igualmente su nombre fue producto inevitable del destino: «De nombre y patronímico se llamaba Akaki Akákievich. Quizá le parezca al lector un poco extraño y rebuscado, pero podemos asegurar que no lo es en absoluto y que las circunstancias concurrieron de tal modo que fue absolutamente imposible llamarlo de otra manera.» Su madre, después de considerar que todos los nombres que el santoral le propone son ¡muy raros!, se rinde a la evidencia: «Nada, está visto que así lo quiere el destino —dijo la madre—. En ese caso prefiero que se llame como su padre. Akaki es el padre y Akaki será el hijo.» «Con que así fue como ocurrió todo. Si dejamos constancia de los hechos es para que el lector pueda ver él mismo que ocurrió por imperiosa necesidad y fue totalmente imposible llamarlo de otra manera.» Nace, pues, de esta manera el hombre insignificante, aquel que ni siquiera tiene nombre propio ni original.


E igual que es copia su apellido, igual que lo es su nombre, no podía ser sino copista. El lenguaje muerto le persigue y él lo acepta como modo de vida, una vida naturalmente muerta. Copiar no es dar vida a un texto, es simplemente reproducir su cadáver. Es una tarea inerte y, en el fondo, insignificante en sí misma, porque no aporta más significado que el ya existente en el original. En realidad Akaki copia letras, no palabras: «Tenía letras predilectas que le enajenaban cuando aparecían: sonreía, guiñaba los ojos, las modulaba con los labios, de manera que cualquiera hubiese podido leer en su semblante cada una de las letras trazadas por su pluma.» Desempeña su trabajo a la perfección; incluso en medio de las burlas e impertinencias de sus compañeros de oficina «no cometía ni un error en las copias». Por ello, porque no puede dotar al lenguaje de vida propia, cuando lo ascienden y se enfrenta a la creatividad, fracasa: «Se trataba de redactar un oficio para otra instancia a base de un expediente ya terminado. Para ello bastaba con cambiar el encabezamiento y, en algunos párrafos, pasar los verbos de la primera a la tercera persona. Pero aquello le costó tanto esfuerzo que, bañado en sudor, al fin rogó, enjugándose la frente: “No; más vale que me den a copiar algo.” Desde entonces lo dejaron para siempre de copista.» Pide de nuevo volver a tratar con el lenguaje muerto, el lenguaje que es copia de sí mismo, el lenguaje insignificante que él mismo utiliza:

«Es de saber que, las más de las veces, Akaki Akákievich se expresaba por medio de preposiciones, adverbios y partículas sin ningún significado. Y cuando se trataba de algún asunto muy espinoso, tenía por costumbre no terminar siquiera las frases, de manera que muchas veces empezaba diciendo: “Esto, la verdad, pues verdaderamente...” Y de ahí no pasaba, olvidado del resto y convencido de que lo había dicho ya todo.»

Akaki no ve la vida en torno suyo, no asume el lenguaje de la vida, «aunque mirase algo, en todo veía los renglones impecables de su esmerada caligrafía». Incluso se llevaba trabajo a casa, para seguir copiando papeles, «y si no tenía ninguno pendiente, copiaba algo para él, por puro gusto». Y así un día es siempre copia del anterior. Días insignificantes para un hombre insignificante, que así, libre de la carga del lenguaje que vive por sí mismo, puede vivir sin más. «Después de estar escribiendo a su placer, se acostaba todo eufórico, pensando en el día siguiente y en lo que Dios quisiera mandarle para copiar.»
Portada de Igor Grabar, de 1880, para El capote

Pero he aquí que Penélope no puede eternamente tejer y destejer la misma rutina. Siempre ha de surgir lo imprevisto, que suele ser lo inevitable. El capote de Akaki está tan desgastado que ya no le abriga en el crudo invierno. Acude al sastre Petróvich («hijo de Piotr»), que a su vez copia de sus antepasados la afición a la bebida, para que le remiende, es decir, le copie, el capote. El disgusto es mayúsculo cuando éste le informa de que el capote ya no da para más y habrá de hacerse uno nuevo («al oír la palabra nuevo, a Akaki se le nubló la vista y todo cuanto había en la habitación empezó a dar vueltas»); ello hará que el lenguaje de Akaki se aturulle, que su caminar por las calles sea errático, como el copista que se distrae en la copia de los renglones... Sin embargo, «cuando tuvo una idea clara y auténtica de su situación, se puso a hablar consigo, pero ya no de manera deshilvanada, sino juiciosa y razonablemente, como quien conversa con un amigo prudente con quien se puede tratar de lo más íntimo y personal». Es decir, cuando Akaki se desdobla, se copia a sí mismo en un doble más sereno, razona juiciosamente. Pugnan, pues, en su persona el Akaki insignificante con el Akaki significante, el que le hace pensar que encontrando al sastre borracho éste accederá a remendarle el capote. Pero es inútil: ni borracho podrá admitir el sastre que el capote se pueda remendar. Será necesario hacer una copia nueva del capote (buscarle un doble al capote viejo).

Superada la depresión inicial, sobreponiéndose a las adversidades, Akaki encuentra en el capote nuevo la posibilidad de una nueva ilusión, de una nueva razón para vivir: el doble del capote puede hacer devenir el doble de Akaki.

«A partir de entonces se hubiera dicho que su existencia adquirió mayor plenitud, algo así como si se hubiera casado, como si otra persona existiera a su lado [la copia, el doble], como si no estuviera solo y una amable compañera hubiese accedido a recorrer junto a él toda la senda de la vida. Y esa supuesta compañía no era ni más ni menos que el capote de sus sueños, bien acolchado y con el forro fuerte, intacto. Akaki Akákievich se volvió más animoso y hasta más firme de carácter, como una persona que se ha trazado ya una meta definida. De su rostro y de sus actos desaparecieron la duda y la indecisión; en una palabra: todos los rasgos vacilantes e indeterminados.»

El capote se convierte en la nueva razón para vivir otra vida más original. Así como el enamorado busca vivir con una persona que de alguna manera sea su otro yo, su copia, su doble, así Akaki proyecta su ilusión y su destino en el capote nuevo. Este inédito trastorno vital casi acaba con su vida anterior —monótona y rutinaria, copiada una y otra vez—: «Estas divagaciones [las ideas ilusionantes sobre el nuevo capote] estuvieron a punto de distraerlo en su trabajo. Una vez le faltó tan poco para cometer un error al copiar un documento, que casi se le escapó un “¡huy!” en voz alta y se santiguó.» Pero no llega a salirse del renglón.


Y todo se confabula, como en la verdadera tragedia clásica, para que, irónicamente, el destino cruel se precipite y se cumpla. El director le asigna veinte rublos más de lo esperado. Akaki lucirá al fin su impecable capote nuevo. En esa novedad extraordinaria, los compañeros del departamento burocrático no ven sino un pretexto para el jolgorio y la fiesta, que se celebrará en cierta casa de un cierto funcionario en cierto lugar que el narrador no puede precisar porque «la memoria empieza a fallarnos mucho». Ello obliga a nuestro héroe a recorrer ese San Petersburgo —ese texto ilegible para Akaki— cuyas calles y casas «se mezclan y se embrollan en la cabeza, de modo que resulta sumamente difícil sacar algo en orden de ese caos. De cualquier forma, una cosa hay cierta, desde luego: el funcionario vivía en la parte mejor de la ciudad, es decir, lejos de Akaki Akákievich, quien hubo de recorrer primero ciertas calles desiertas y mal alumbradas». Por esas calles desiertas y mal alumbradas ha de volver nuestro héroe tras la vacía fiesta que, no obstante, le ha llenado de euforia, todo sea dicho, con dos copas de champán. ¡Ah, si hubiera bebido una más! Entonces probablemente el Akaki significante hubiera corrido detrás de cierta personita y quizá otro gallo hubiera cantado. Pero no, el destino manda.

«Akaki Akákievich caminaba eufórico, y hasta hizo intención de echar una carrera detrás de cierta personita que pasó por su lado como una exhalación con un increíble contoneo de cada una de las partes de su cuerpo. Claro que Akaki Akákievich se reportó enseguida y reanudó su pausado caminar, sorprendido él mismo de su inexplicable repente.»

Si Akaki se hubiera atrevido a ser un hombre nuevo, no una imitación de sí mismo... Si el capote nuevo le hubiera servido para enfundarse en una nueva identidad, en otro doble más fuerte y transgresor... Pero bajo el capote sigue refugiado el hombre apocado, el copista que se sigue a sí mismo al pie de la letra —aunque no sin sorprenderse de ese extraño repente— y que no se atreve a decir no: no a la fiesta de sus compañeros, no a quedarse un rato más en ella, no a negar su instinto... Si se atreviera a mirar por dónde va su vida... no hubiera topado (o quién sabe, el destino es el destino) con ese puño cerrado, con ese hombrón con bigotes que le despoja de su esperanza, del capote que quizá (sólo quizá) le hubiera (¡vaya, como la capa de Superman!) conferido fuerzas extraordinarias para vivir una vida superior.

Y la tragedia se consuma. El héroe es asaltado por las fuerzas oscuras (ese hombre bigotudo con el gran puño amenazador) y su capa se escapa. En los momentos supremos de esta tragedia, pareciera que la catarsis también liberara al héroe de la carga de su destino, porque afloran entonces las fuerzas para luchar contra él. El Akaki significante increpa al guardia de la garita, que no ha cumplido con su deber de vigilante. Y cuando acude al comisario, Akaki «quiso al fin dar prueba de su carácter una vez en la vida, declaró rotundamente que necesitaba ver al comisario en persona, que tenían la obligación de dejarlo pasar, que le traía un asunto oficial de su departamento y que, si presentaba una queja contra ellos, ya verían lo que era bueno». El lenguaje también, en correspondencia, es significativo.
Akaki según Kukryniksy

Sin embargo, el engranaje burocrático tritura a quien cae en su maquinaria. El comisario, «en vez de fijar su atención en el punto esencial, se puso a interrogar a Akaki Akákievich —que por qué razón regresaba tan tarde a su domicilio, que si no habría estado en alguna casa de mal vivir—, hasta el punto de que nuestro hombre salió de allí abochornado y sin saber si el asunto de su capote seguiría o no el debido cauce». El culpable no crea el proceso, es el proceso el que crea el culpable. Kafka, que leyó El capote, lo entendió perfectamente.

Nuestro funcionario ha de buscar ayuda en otra parte. Y es entonces cuando se le propone que acuda «a cierto personaje, ya que el personaje, interviniendo cerca de alguien por escrito o de palabra, podía hacer que el asunto avanzara favorablemente». Así alcanzamos la cima de la crítica a la copia, al lenguaje muerto y a la imitación improductiva que corrompe la vida: «Y es que, en nuestra Rusia, todo está contaminado por la manía de la imitación y cada cual remeda y copia al superior.» La crítica se ha hecho nacional, pues; mas no se quedará ahí, pues tiene un alcance existencial.

El personaje, como señala el narrador, «en el fondo era un buen hombre, atento y servicial con sus compañeros; pero el ascenso lo había sacado enteramente de quicio. Equiparado a un general por su rango, se aturulló, perdió la noción de las cosas y no supo ya cómo comportarse». El lenguaje del poder vano e imitativo, casi tautológico, pero efectista, es resumido en las tres frases interrogativas retóricas lanzadas a los subalternos o a los inferiores: «¿Cómo se atreve usted? ¿Sabe usted con quién está hablando? ¿Se da cuenta de quién está delante de usted?» El poder se rodea de tales interrogaciones retóricas como de una muralla ante la cual el sujeto insignificante queda aislado en medio de un silencio impotente y sobrecogedor, imposibilitado para la respuesta. Aunque tras ese bombo retórico no se oculte más que un personaje tras su biombo. A un lenguaje significante se le puede responder, incluso puede hacerlo el hombre más insignificante, pero ¿cómo hacerlo a un lenguaje insignificante? Y por lo demás, muchos son los hombres insignificantes que se han rodeado de lenguajes insignificantes para que nadie pueda rechistarles, o para que parezca que esconden significados profundos.

Como un hombre kafkiano ante la ley, solo, fuera del poder, a la intemperie, el viento helado de la nevisca —el otro gran personaje de San Petersburgo— se le echa encima a Akaki, y le roba el capote de la vida. Antes de morir, el delirio de la fiebre le devuelve y le roba su capote de nuevo, le hace rogar y blasfemar ante su “Excelencia” el personaje, superponiéndose en la agonía el Akaki copista y el Akaki transgresor que nunca llegó a ser... que nunca llegó a ser —en vida. Porque tras la muerte...
Akaki según N. Altman

Porque tras la muerte nada hubiera quedado de Akaki ni de sus cosas (respecto a qué fue de éstas, «confieso que ni aun el narrador de la presente historia se interesó por saberlo»).

«Se llevaron a Akaki Akákievich como si nunca hubiera existido. Desapareció y se perdió un ser a quien nadie amparó nunca, a quien nadie tuvo afecto, por quien nadie se interesó y que ni siquiera llamó la atención[3] de uno de esos naturalistas que no pierden oportunidad de ensartar cualquier mosca común en un alfiler para observarla por el microscopio; un ser que soportó con resignación las burlas oficinescas y descendió a la tumba sin haber realizado ningún hecho relevante, pero que, aunque sólo en sus horas postreras, vio resplandecer su mísera existencia con un rayo de luz en forma de capote; un ser sobre quien descargó luego la desgracia igual que descarga sobre los reyes y los soberanos de la tierra...»

¡Pero he aquí el giro copernicano, rematado con esa última e igualitaria generalización existencial! Nada hubiera quedado de Akaki ni de su paso por la vida terrenal si el Akaki transgresor no hubiera vuelto del más allá, si no se hubiera copiado a sí mismo en su doble: en su fantasma. «Pero, ¿quién habría imaginado que la historia de Akaki Akákievich no terminaría ahí, sino que, a su muerte, sucederían unos cuantos días de ruidosa existencia, quizá como compensación de la que había transcurrido antes tan desapercibida? Sin embargo, así ocurrió y nuestra pobre historia se encuentra de pronto con un final fantástico.»

Akaki retorna como un fantasma arrebatacapas, un fantástico superhéroe vengador. Y naturalmente debía vengarse del causante último de su muerte: del personaje que ya casi teníamos olvidado. «Pero nos hemos desatendido por completo del personaje que en realidad motivó casi el giro fantástico tomado por esta historia, rigurosamente veraz, por otra parte.» Ese personaje que tras la muerte del funcionario sintió cierta compasión y remordimiento por la reprimenda que le había dirigido[4]. Pero que, como la vida sigue, cierta noche decide no volver a casa y sí visitar a su amante («son cosas que suceden en el mundo y nosotros no tenemos por qué juzgarlas». ¡Si Akaki hubiera hecho lo mismo la noche infausta, y se hubiera dejado seducir por aquellos increíbles contoneos...!), y es entonces cuando, siendo conducido su coche en medio de la nevisca, «el personaje notó que alguien le echaba la mano al cuello con mucha fuerza. Se volvió y vio, horrorizado, a un individuo de escasa estatura que vestía un uniforme viejo y raído y en quien reconoció con espanto a Akaki Akákievich. El funcionario tenía el rostro blanco como la nieve y parecía enteramente un cadáver». Y el fantasma le arrebata el capote con estas palabras: «¡Ah, ya te tengo! Por fin..., eso..., te tengo agarrado por el cuello! Tu capote es lo que necesito. Tú no te interesaste por el mío y encima me echaste una bronca, ¿verdad? Pues, ¡dame ahora el tuyo!»
Ilustración de N. Altman para El capote

Satisfecha su venganza justiciera, el fantasma arrebatacapas deja de aparecerse. Akaki puede descansar siendo no ya una copia de sí mismo, sino un hombre nuevo —bueno, digamos su fantasma— que se ha rebelado contra el poder y la injusticia y se ha desprendido de la culpa (ese pecado original que todos copiamos).

Quien no puede descansar es ese otro fantasma, siempre bien encarnado en un hombre alto y fuerte y con bigotes, con un puño que cualquier hombre vivo envidiaría, que siempre se replica, y se pierde en la noche para acabar provocando la perdición de hombres bajitos e insignificantes como Akaki Akákievich, pobres gentes ultrajadas que sólo pueden replicar ante el mal: «Déjenme. ¿Por qué me tratan así?», y cuyas palabras nos emocionan y conmueven hasta el punto de que no podemos sino exclamar «¡Soy hermano tuyo!»

***
Pedro Galván Magro, 7 de mayo de 2013




[1] El capote, Nicolái V. Gógol, Anaya, Col. Tus libros nº 85, Anaya, Salamanca, 1989. Traducción de Isabel Vicente.
[2] Esta predeterminación —tan propia de los pícaros— nos recuerda a Lázaro de Tormes, cuyo primer acto de ascensión social fue conseguir sus primeros zapatos. Es curioso que cuando Lázaro quiere luego ascender socialmente para parecer un “hombre de bien”, imitando al escudero, una de las primeras cosas que se compra es una vieja capa.
[3] No es verdad que nadie se interesara por él, al menos tras su muerte. Ahí queda la memoria —que flojea, es cierto— del narrador, la empatía de los lectores, y sobre todo uno de ellos: Kafka. Pues seguramente Kafka se vio él mismo representado en Akaki (incluso en la paronomasia de los nombres), y quizá fue la inspiración para su personaje de Gregor Samsa en La metamorfosis. Kafka sería «uno de esos naturalistas que no pierden oportunidad de ensartar cualquier mosca común en un alfiler para observarla por el microscopio», pero que se sirve de la mosca más inmediata: de ellos mismos. Convierte a Gregor en insecto para aplicar sobre sí mismo su ojo. Gregor es un insecto insignificante como Akaki, de quien nos decía el narrador que «los ordenanzas no es que se levantaran a su paso: es que ni siquiera lo miraban, como si fuese una simple mosca la que cruzaba la antesala». Muchos son los puntos en común entre los dos personajes —y muchos son los ya observados por la crítica—. Es necesario doblarse, desnaturalizarse uno mismo, porque, si tal como dice el narrador de El capote, «nadie puede penetrar en el alma de una persona para saber lo que piensa», ninguna alma es más inescrutable que la propia. Como apunta Dostoievski, en su Diario de un escritor (hablando de cómo los europeos, en sus prejuicios, se imaginan una Rusia insignificante), don Quijote (otro hombre insignificante que decidió volverse significante) «para salvar la “verdad” imaginó personas con cuerpo de babosa». Es lo que don Quijote y Akaki enseñaron a Kafka: a imaginar personas con cuerpo de Gregor Samsa.
[4] Este puede ser el referente del narrador y personaje de Bartleby el escribiente de Herman Melville. Imaginemos, sólo imaginemos, por un momento que el narrador de El capote —de ya menguada memoria—, remordido por la conciencia quisiera descargarla llevando a cabo una justicia poética: concediéndole a Akaki la posibilidad de venganza justiciera para que pudiera recobrar su capote al mismo tiempo que el ofensor cumple su penitencia. El narrador de Bartleby, que no es otro que su benévolo jefe,  de alguna manera también realiza en su hipócrita narración un descargo de conciencia. Y no otra cosa es Bartleby que un Akaki que, sin embargo, renuncia a serlo, que se niega a ser copista, o sea, una copia más dentro de un sistema alienante (y alineante) que nos trata como tal: de ahí el «preferiría no hacerlo» de Bartleby, que no se resigna a ser un hombre insignificante.