ENSAYO SOBRE EL
CAPOTE DE GOGOL PARA EL CURSO SOBRE LITERATURA RUSA
EL
CAPOTE DEL COPISTA
Y es que, en
nuestra Rusia, todo está contaminado por la manía de la imitación y cada cual
remeda y copia al superior.
El
lenguaje muerto, el lenguaje que se
copia a sí mismo, condena a Akaki Akákievich Bashmachkin desde su nacimiento,
más aún, desde antes de su concepción, cual si estuviese predestinado. Así su
apellido lo ata al suelo, a lo pedestre, a lo más bajo[2]:
«El funcionario se apellidaba Bashmachkin. Salta a la vista que el tal apellido
tuvo algún día su origen en la palabra basahmk
[zapato], aunque se ignore cuándo, en qué época y de qué modo se produjo la
derivación, ya que tanto el padre como el abuelo y hasta el cuñado de nuestro
personaje, o sea, todos los Bashmachkin, usaban botas, limitándose a echarles
medias suelas dos o tres veces al año.» Igualmente su nombre fue producto inevitable del destino: «De nombre y
patronímico se llamaba Akaki Akákievich. Quizá le parezca al lector un poco
extraño y rebuscado, pero podemos asegurar que no lo es en absoluto y que las
circunstancias concurrieron de tal modo que fue absolutamente imposible
llamarlo de otra manera.» Su madre, después de considerar que todos los nombres
que el santoral le propone son ¡muy raros!,
se rinde a la evidencia: «Nada, está visto que así lo quiere el destino —dijo
la madre—. En ese caso prefiero que se llame como su padre. Akaki es el padre y
Akaki será el hijo.» «Con que así fue como ocurrió todo. Si dejamos constancia
de los hechos es para que el lector pueda ver él mismo que ocurrió por
imperiosa necesidad y fue totalmente imposible llamarlo de otra manera.» Nace,
pues, de esta manera el hombre insignificante,
aquel que ni siquiera tiene nombre propio
ni original.
E igual
que es copia su apellido, igual que lo es su nombre, no podía ser sino copista. El lenguaje muerto le persigue y él lo acepta como
modo de vida, una vida naturalmente muerta. Copiar no es dar vida a un texto,
es simplemente reproducir su cadáver. Es una tarea inerte y, en el fondo, insignificante en sí misma, porque no
aporta más significado que el ya existente en el original. En realidad Akaki
copia letras, no palabras: «Tenía letras predilectas que le enajenaban cuando
aparecían: sonreía, guiñaba los ojos, las modulaba con los labios, de manera
que cualquiera hubiese podido leer en su semblante cada una de las letras
trazadas por su pluma.» Desempeña su trabajo a la perfección; incluso en medio
de las burlas e impertinencias de sus compañeros de oficina «no cometía ni un
error en las copias». Por ello, porque no puede dotar al lenguaje de vida
propia, cuando lo ascienden y se enfrenta a la creatividad, fracasa: «Se trataba de redactar un oficio para otra
instancia a base de un expediente ya terminado. Para ello bastaba con cambiar
el encabezamiento y, en algunos párrafos, pasar los verbos de la primera a la
tercera persona. Pero aquello le costó tanto esfuerzo que, bañado en sudor, al
fin rogó, enjugándose la frente: “No; más vale que me den a copiar algo.” Desde
entonces lo dejaron para siempre de copista.» Pide de nuevo volver a tratar con
el lenguaje muerto, el lenguaje que
es copia de sí mismo, el lenguaje insignificante que él mismo utiliza:
«Es de saber que,
las más de las veces, Akaki Akákievich se expresaba por medio de preposiciones,
adverbios y partículas sin ningún significado. Y cuando se trataba de algún
asunto muy espinoso, tenía por costumbre no terminar siquiera las frases, de
manera que muchas veces empezaba diciendo: “Esto, la verdad, pues
verdaderamente...” Y de ahí no pasaba, olvidado del resto y convencido de que
lo había dicho ya todo.»
Akaki
no ve la vida en torno suyo, no asume el lenguaje de la vida, «aunque mirase
algo, en todo veía los renglones impecables de su esmerada caligrafía». Incluso
se llevaba trabajo a casa, para seguir copiando papeles, «y si no tenía ninguno
pendiente, copiaba algo para él, por puro gusto». Y así un día es siempre copia
del anterior. Días insignificantes para un hombre insignificante, que así,
libre de la carga del lenguaje que vive por sí mismo, puede vivir sin más.
«Después de estar escribiendo a su placer, se acostaba todo eufórico, pensando
en el día siguiente y en lo que Dios quisiera mandarle para copiar.»
Portada de Igor Grabar, de 1880, para El capote |
Pero he
aquí que Penélope no puede eternamente tejer y destejer la misma rutina.
Siempre ha de surgir lo imprevisto, que suele ser lo inevitable. El capote de
Akaki está tan desgastado que ya no le abriga en el crudo invierno. Acude al
sastre Petróvich («hijo de Piotr»), que a su vez copia de sus antepasados la
afición a la bebida, para que le remiende, es decir, le copie, el capote. El
disgusto es mayúsculo cuando éste le informa de que el capote ya no da para más
y habrá de hacerse uno nuevo («al oír la palabra nuevo, a Akaki se le nubló la vista y todo cuanto había en la
habitación empezó a dar vueltas»); ello hará que el lenguaje de Akaki se
aturulle, que su caminar por las calles sea errático, como el copista que se
distrae en la copia de los renglones... Sin embargo, «cuando tuvo una idea clara
y auténtica de su situación, se puso a hablar consigo, pero ya no de manera
deshilvanada, sino juiciosa y razonablemente, como quien conversa con un amigo
prudente con quien se puede tratar de lo más íntimo y personal». Es decir,
cuando Akaki se desdobla, se copia a sí mismo en un doble más sereno, razona
juiciosamente. Pugnan, pues, en su persona el Akaki insignificante con el Akaki significante,
el que le hace pensar que encontrando al sastre borracho éste accederá a
remendarle el capote. Pero es inútil: ni borracho podrá admitir el sastre que
el capote se pueda remendar. Será necesario hacer una copia nueva del capote
(buscarle un doble al capote viejo).
Superada
la depresión inicial, sobreponiéndose a las adversidades, Akaki encuentra en el
capote nuevo la posibilidad de una nueva ilusión, de una nueva razón para vivir:
el doble del capote puede hacer devenir el doble de Akaki.
«A partir de
entonces se hubiera dicho que su existencia adquirió mayor plenitud, algo así
como si se hubiera casado, como si otra persona existiera a su lado [la copia,
el doble], como si no estuviera solo y una amable compañera hubiese accedido a
recorrer junto a él toda la senda de la vida. Y esa supuesta compañía no era ni
más ni menos que el capote de sus sueños, bien acolchado y con el forro fuerte,
intacto. Akaki Akákievich se volvió más animoso y hasta más firme de carácter,
como una persona que se ha trazado ya una meta definida. De su rostro y de sus
actos desaparecieron la duda y la indecisión; en una palabra: todos los rasgos
vacilantes e indeterminados.»
El
capote se convierte en la nueva razón para vivir otra vida más original. Así como el enamorado busca
vivir con una persona que de alguna manera sea su otro yo, su copia, su doble, así
Akaki proyecta su ilusión y su destino en el capote nuevo. Este inédito trastorno
vital casi acaba con su vida anterior —monótona y rutinaria, copiada una y otra
vez—: «Estas divagaciones [las ideas ilusionantes sobre el nuevo capote]
estuvieron a punto de distraerlo en su trabajo. Una vez le faltó tan poco para
cometer un error al copiar un documento, que casi se le escapó un “¡huy!” en
voz alta y se santiguó.» Pero no llega a salirse del renglón.
Y todo
se confabula, como en la verdadera tragedia clásica, para que, irónicamente, el
destino cruel se precipite y se cumpla. El director le asigna veinte rublos más
de lo esperado. Akaki lucirá al fin su impecable capote nuevo. En esa novedad
extraordinaria, los compañeros del departamento burocrático no ven sino un pretexto
para el jolgorio y la fiesta, que se celebrará en cierta casa de un cierto
funcionario en cierto lugar que el narrador no puede precisar porque «la
memoria empieza a fallarnos mucho». Ello obliga a nuestro héroe a recorrer ese
San Petersburgo —ese texto ilegible para Akaki— cuyas calles y casas «se
mezclan y se embrollan en la cabeza, de modo que resulta sumamente difícil
sacar algo en orden de ese caos. De cualquier forma, una cosa hay cierta, desde
luego: el funcionario vivía en la parte mejor de la ciudad, es decir, lejos de
Akaki Akákievich, quien hubo de recorrer primero ciertas calles desiertas y mal
alumbradas». Por esas calles desiertas y mal alumbradas ha de volver nuestro
héroe tras la vacía fiesta que, no obstante, le ha llenado de euforia, todo sea
dicho, con dos copas de champán. ¡Ah, si hubiera bebido una más! Entonces
probablemente el Akaki significante hubiera
corrido detrás de cierta personita y quizá otro gallo hubiera cantado. Pero no,
el destino manda.
«Akaki Akákievich
caminaba eufórico, y hasta hizo intención de echar una carrera detrás de cierta
personita que pasó por su lado como una exhalación con un increíble contoneo de
cada una de las partes de su cuerpo. Claro que Akaki Akákievich se reportó
enseguida y reanudó su pausado caminar, sorprendido él mismo de su inexplicable
repente.»
Si
Akaki se hubiera atrevido a ser un hombre nuevo, no una imitación de sí mismo...
Si el capote nuevo le hubiera servido para enfundarse en una nueva identidad,
en otro doble más fuerte y transgresor... Pero bajo el capote sigue refugiado
el hombre apocado, el copista que se sigue a sí mismo al pie de la letra
—aunque no sin sorprenderse de ese extraño repente—
y que no se atreve a decir no: no a la fiesta de sus compañeros, no a quedarse
un rato más en ella, no a negar su instinto... Si se atreviera a mirar por
dónde va su vida... no hubiera topado (o quién sabe, el destino es el destino)
con ese puño cerrado, con ese hombrón con bigotes que le despoja de su
esperanza, del capote que quizá (sólo quizá) le hubiera (¡vaya, como la capa de
Superman!) conferido fuerzas extraordinarias para vivir una vida superior.
Y la
tragedia se consuma. El héroe es asaltado por las fuerzas oscuras (ese hombre
bigotudo con el gran puño amenazador) y su capa se escapa. En los momentos
supremos de esta tragedia, pareciera que la catarsis también liberara al héroe
de la carga de su destino, porque afloran entonces las fuerzas para luchar
contra él. El Akaki significante increpa
al guardia de la garita, que no ha cumplido con su deber de vigilante. Y cuando
acude al comisario, Akaki «quiso al fin dar prueba de su carácter una vez en la
vida, declaró rotundamente que necesitaba ver al comisario en persona, que
tenían la obligación de dejarlo pasar, que le traía un asunto oficial de su
departamento y que, si presentaba una queja contra ellos, ya verían lo que era
bueno». El lenguaje también, en correspondencia, es significativo.
Akaki según Kukryniksy |
Sin
embargo, el engranaje burocrático tritura a quien cae en su maquinaria. El
comisario, «en vez de fijar su atención en el punto esencial, se puso a
interrogar a Akaki Akákievich —que por qué razón regresaba tan tarde a su
domicilio, que si no habría estado en alguna casa de mal vivir—, hasta el punto
de que nuestro hombre salió de allí abochornado y sin saber si el asunto de su
capote seguiría o no el debido cauce». El culpable no crea el proceso, es el
proceso el que crea el culpable. Kafka, que leyó El capote, lo entendió perfectamente.
Nuestro
funcionario ha de buscar ayuda en otra parte. Y es entonces cuando se le
propone que acuda «a cierto personaje,
ya que el personaje, interviniendo
cerca de alguien por escrito o de palabra, podía hacer que el asunto avanzara
favorablemente». Así alcanzamos la cima de la crítica a la copia, al lenguaje
muerto y a la imitación improductiva que corrompe la vida: «Y es que, en
nuestra Rusia, todo está contaminado por la manía de la imitación y cada cual
remeda y copia al superior.» La crítica se ha hecho nacional, pues; mas no se
quedará ahí, pues tiene un alcance existencial.
El personaje, como señala el narrador, «en
el fondo era un buen hombre, atento y servicial con sus compañeros; pero el
ascenso lo había sacado enteramente de quicio. Equiparado a un general por su
rango, se aturulló, perdió la noción de las cosas y no supo ya cómo
comportarse». El lenguaje del poder vano e imitativo, casi tautológico, pero
efectista, es resumido en las tres frases interrogativas retóricas lanzadas a
los subalternos o a los inferiores: «¿Cómo se atreve usted? ¿Sabe usted con
quién está hablando? ¿Se da cuenta de quién está delante de usted?» El poder se
rodea de tales interrogaciones retóricas como de una muralla ante la cual el
sujeto insignificante queda aislado
en medio de un silencio impotente y sobrecogedor, imposibilitado para la
respuesta. Aunque tras ese bombo retórico no se oculte más que un personaje tras su biombo. A un lenguaje significante se le puede responder,
incluso puede hacerlo el hombre más insignificante, pero ¿cómo hacerlo a un
lenguaje insignificante? Y por lo
demás, muchos son los hombres insignificantes que se han rodeado de lenguajes
insignificantes para que nadie pueda rechistarles, o para que parezca que
esconden significados profundos.
Como un
hombre kafkiano ante la ley, solo, fuera del poder, a la intemperie, el viento
helado de la nevisca —el otro gran personaje
de San Petersburgo— se le echa encima a Akaki, y le roba el capote de la vida. Antes
de morir, el delirio de la fiebre le devuelve y le roba su capote de nuevo, le
hace rogar y blasfemar ante su “Excelencia” el personaje, superponiéndose en la agonía el Akaki copista y el Akaki
transgresor que nunca llegó a ser... que nunca llegó a ser —en vida. Porque
tras la muerte...
Akaki según N. Altman |
Porque
tras la muerte nada hubiera quedado de Akaki ni de sus cosas (respecto a qué
fue de éstas, «confieso que ni aun el narrador de la presente historia se
interesó por saberlo»).
«Se llevaron a
Akaki Akákievich como si nunca hubiera existido. Desapareció y se perdió un ser
a quien nadie amparó nunca, a quien nadie tuvo afecto, por quien nadie se
interesó y que ni siquiera llamó la atención[3]
de uno de esos naturalistas que no pierden oportunidad de ensartar cualquier
mosca común en un alfiler para observarla por el microscopio; un ser que
soportó con resignación las burlas oficinescas y descendió a la tumba sin haber
realizado ningún hecho relevante, pero que, aunque sólo en sus horas postreras,
vio resplandecer su mísera existencia con un rayo de luz en forma de capote; un
ser sobre quien descargó luego la desgracia igual que descarga sobre los reyes
y los soberanos de la tierra...»
¡Pero
he aquí el giro copernicano, rematado con esa última e igualitaria generalización
existencial! Nada hubiera quedado de Akaki ni de su paso por la vida terrenal
si el Akaki transgresor no hubiera vuelto del más allá, si no se hubiera
copiado a sí mismo en su doble: en su fantasma. «Pero, ¿quién habría imaginado
que la historia de Akaki Akákievich no terminaría ahí, sino que, a su muerte,
sucederían unos cuantos días de ruidosa existencia, quizá como compensación de
la que había transcurrido antes tan desapercibida? Sin embargo, así ocurrió y
nuestra pobre historia se encuentra de pronto con un final fantástico.»
Akaki
retorna como un fantasma arrebatacapas, un fantástico superhéroe vengador. Y
naturalmente debía vengarse del causante último de su muerte: del personaje que ya casi teníamos olvidado.
«Pero nos hemos desatendido por completo del personaje que en realidad motivó casi el giro fantástico tomado por
esta historia, rigurosamente veraz, por otra parte.» Ese personaje que tras la muerte del funcionario sintió cierta
compasión y remordimiento por la reprimenda que le había dirigido[4].
Pero que, como la vida sigue, cierta noche decide no volver a casa y sí visitar
a su amante («son cosas que suceden en el mundo y nosotros no tenemos por qué
juzgarlas». ¡Si Akaki hubiera hecho lo mismo la noche infausta, y se hubiera
dejado seducir por aquellos increíbles contoneos...!), y es entonces cuando, siendo
conducido su coche en medio de la nevisca, «el personaje notó que alguien le
echaba la mano al cuello con mucha fuerza. Se volvió y vio, horrorizado, a un
individuo de escasa estatura que vestía un uniforme viejo y raído y en quien
reconoció con espanto a Akaki Akákievich. El funcionario tenía el rostro blanco
como la nieve y parecía enteramente un cadáver». Y el fantasma le arrebata el
capote con estas palabras: «¡Ah, ya te tengo! Por fin..., eso..., te tengo
agarrado por el cuello! Tu capote es lo que necesito. Tú no te interesaste por
el mío y encima me echaste una bronca, ¿verdad? Pues, ¡dame ahora el tuyo!»
Ilustración de N. Altman para El capote |
Satisfecha
su venganza justiciera, el fantasma arrebatacapas deja de aparecerse. Akaki
puede descansar siendo no ya una copia de sí mismo, sino un hombre nuevo
—bueno, digamos su fantasma— que se ha rebelado contra el poder y la injusticia
y se ha desprendido de la culpa (ese pecado original
que todos copiamos).
Quien
no puede descansar es ese otro fantasma, siempre bien encarnado en un hombre
alto y fuerte y con bigotes, con un puño que cualquier hombre vivo envidiaría,
que siempre se replica, y se pierde en la noche para acabar provocando la
perdición de hombres bajitos e insignificantes como Akaki Akákievich, pobres gentes ultrajadas que sólo pueden
replicar ante el mal: «Déjenme. ¿Por qué me tratan así?», y cuyas palabras nos
emocionan y conmueven hasta el punto de que no podemos sino exclamar «¡Soy
hermano tuyo!»
***
Pedro Galván Magro, 7 de mayo de 2013
[1] El capote, Nicolái V. Gógol, Anaya, Col. Tus libros nº 85, Anaya, Salamanca, 1989.
Traducción de Isabel Vicente.
[2] Esta predeterminación —tan propia de los pícaros— nos recuerda a
Lázaro de Tormes, cuyo primer acto de ascensión social fue conseguir sus
primeros zapatos. Es curioso que cuando Lázaro quiere luego ascender
socialmente para parecer un “hombre de bien”, imitando al escudero, una de las
primeras cosas que se compra es una vieja capa.
[3] No es verdad que nadie
se interesara por él, al menos tras su muerte. Ahí queda la memoria —que
flojea, es cierto— del narrador, la empatía de los lectores, y sobre todo uno
de ellos: Kafka. Pues seguramente Kafka se vio él mismo representado en Akaki
(incluso en la paronomasia de los nombres), y quizá fue la inspiración para su
personaje de Gregor Samsa en La
metamorfosis. Kafka sería «uno de esos naturalistas que no pierden
oportunidad de ensartar cualquier mosca común en un alfiler para observarla por
el microscopio», pero que se sirve de la mosca más inmediata: de ellos mismos.
Convierte a Gregor en insecto para aplicar sobre sí mismo su ojo. Gregor es un
insecto insignificante como Akaki, de quien nos decía el narrador que «los
ordenanzas no es que se levantaran a su paso: es que ni siquiera lo miraban,
como si fuese una simple mosca la que cruzaba la antesala». Muchos son los
puntos en común entre los dos personajes —y muchos son los ya observados por la
crítica—. Es necesario doblarse, desnaturalizarse
uno mismo, porque, si tal como dice el narrador de El capote, «nadie puede penetrar en el alma de una persona para
saber lo que piensa», ninguna alma es más inescrutable que la propia. Como
apunta Dostoievski, en su Diario de un
escritor (hablando de cómo los europeos, en sus prejuicios, se imaginan una
Rusia insignificante), don Quijote
(otro hombre insignificante que decidió
volverse significante) «para salvar
la “verdad” imaginó personas con cuerpo de babosa». Es lo que don Quijote y
Akaki enseñaron a Kafka: a imaginar personas con cuerpo de Gregor Samsa.
[4] Este puede ser el
referente del narrador y personaje de
Bartleby el escribiente de Herman
Melville. Imaginemos, sólo imaginemos, por un momento que el narrador de El capote —de ya menguada memoria—,
remordido por la conciencia quisiera descargarla llevando a cabo una justicia
poética: concediéndole a Akaki la posibilidad de venganza justiciera para que
pudiera recobrar su capote al mismo tiempo que el ofensor cumple su penitencia.
El narrador de Bartleby, que no es
otro que su benévolo jefe, de alguna manera también realiza en su
hipócrita narración un descargo de conciencia. Y no otra cosa es Bartleby que
un Akaki que, sin embargo, renuncia a serlo, que se niega a ser copista, o sea,
una copia más dentro de un sistema alienante (y alineante) que nos trata como
tal: de ahí el «preferiría no hacerlo» de Bartleby, que no se resigna a ser un
hombre insignificante.