jueves, 16 de mayo de 2013

ENSAYO SOBRE CARTA DE LORD CHANDOS, DE HUGO VON HOFMANNSTHAL


LORD CHANDOS O EL LENGUAJE ENFERMO DE LENGUAJE

«El sentimiento infinito sigue siendo tan infinito en las palabras como lo era en el corazón […]. Por eso, no debe inquietarnos el lenguaje; pues, ante las palabras, sólo por nosotros mismos debemos inquietarnos.» Cartas a Felice, Franz Kafka.

         La crisis de conciencia de finales del siglo XIX tiene muchas facetas. Y una de ellas, verdaderamente importante, es la crisis del lenguaje y del propio pensamiento. Es el objetivo de este trabajo estudiar esa crisis en una de las obras que más claramente la expresan: la Carta de Lord Chandos (1902)[1], del escritor austriaco Hugo von Hofmannsthal. Este breve pero denso escrito ha sido entendido como un exponente de la disolución del lenguaje, un lenguaje incapaz ya de representar y conformar la realidad; un anticipo de Wittgenstein y su célebre afirmación: «de lo que no se puede hablar, hay que callar»[2].

         En el cortísimo prefacio de la obra, el autor declara: «Esta es la carta que Philip, lord Chandos, hijo menor del conde de Bath, escribió a Francis Bacon, más tarde lord Verulam y vizconde de St. Alban, para disculparse ante este amigo por su renuncia total a la actividad literaria». La causa de esa renuncia, el quid de la cuestión, lo expone, con perfecta claridad y coherencia (¡una gran paradoja!), el propio lord Chandos: «Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa» (pág. 17). Esa incapacidad, ese entumecimiento mental, ya lo había catalogado el destinatario de la carta, Francis Bacon, en una carta suya previa, como un mal mental, asociándolo al aforismo de Hipócrates: Qui gravi morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aegrotat[3]. Y el propio Philip asume el diagnóstico parcialmente: «Pero yo tengo que explicarle mi interior, una rareza, una mala costumbre, si usted quiere, una enfermedad del espíritu…» (pág. 11). No una enfermedad mental propiamente dicha, sino una enfermedad del espíritu, ya que si se tratara de una enfermedad mental ésta impediría totalmente la lucidez expresiva; en cambio, la enfermedad del espíritu, no, es más, probablemente agudizaría en cierto modo la lucidez misma. Cómo ha llegado lord Chandos a ese estado espiritual, a ser un caso—más literario que clínico—, es el propósito de este trabajo.

FRANCIS BACON

La infección del espíritu

¿Cuándo contrae esa enfermedad del espíritu lord Chandos? ¿Dónde se infecta tal vez? En Venecia, la maravillosa y pestífera ciudad que emerge de las aguas, y que, por tanto, tiene esa rara virtud de manifestar la ambigüedad de la vida y la putrefacción; la ciudad exultante que refleja en la superficie del agua la forma de lo amorfo que late en el abismo y en lo profundo; la ciudad que encuentra en sí misma la expresión máxima del arte: la constatación de que toda belleza es inestable y vacilante y caduca, y que ello no es sino reflejo, imago de la vida; constatación turbadora, como un síndrome de Stendhal, que incluso puede llegar al punto de perturbar nuestra propia identidad. Así le sucedió, por ejemplo, a Gustav von Aschenbad, el personaje protagonista de La Muerte en Venecia de Thomas Mann, que se cuestiona su identidad burguesa (estructurada, formal, estética, lingüística) y la abre en canal para dejar aflorar la identidad sumergida y entregarse —recatadamente tras una máscara veneciana de sí mismo— a Eros y Thanatos[4]. Aschenbad cambia el lenguaje de su propiedad (la propiedad del burgués) por un lenguaje impropio que se silencia y le silencia.
         Pues bien, en esa ciudad de los extravíos, ambigua donde las haya, Lord Chandos encuentra dentro de sí el orden interno de los periodos latinos, podríamos decir el orden interno del lenguaje, su estructura: «¿Y soy yo, de nuevo, el que con veintitrés años encontró dentro de sí, bajo los pórticos de piedra de la gran Plaza de Venecia, aquel orden interno de los periodos latinos cuya planta y construcción intelectuales le entusiasmaron interiormente más que los edificios de Palladio y Sansovino que emergen del mar?» (pág. 10 y s.). Von Aschenbad encontró allí al adolescente Tadzio; lord Chandos encontró el orden interno del lenguaje. Ambos los encontraron porque los buscaban, los habían convertido en su designio. Y por ellos se entregarán a la peste y a la putrefacción.
Lord Chandos, al interiorizar el orden interno del lenguaje, se inocula formalmente el virus del lenguaje, virus que ataca al lenguaje y al pensamiento mismo. El lenguaje, infectado de sí, deja de ser el orden interno del mundo, el formalizador de la realidad, para ser un orden en sí mismo, una rígida estructura de la estructura, un devorador de su propia naturaleza. Cuando entendemos el lenguaje como estructura y aprehendemos su orden interno, las infinitas relaciones entre sus elementos, entonces caemos en su propia red. El lenguaje pasa a ser un ente anquilosado en nosotros, que ya no opera como intermediario entre el sujeto y el objeto, sino que se enrosca en el sujeto como un círculo vicioso de sí mismo. Entonces el lenguaje sólo habla de sí y para sí y, como un virus, todo lo infecta de lenguaje hasta anular la otredad y, con ella, al propio sujeto y su identidad.
HUGO VON HOFMANNSTHAL
Cuando lord Chandos tenía en mente el proyecto de describir los primeros años del reinado de Enrique VIII, aquél veía fluir de la prosa de Salustio «la comprensión de la forma, aquella forma interior, auténtica, profunda que sólo puede intuirse más allá del terreno acotado de los artificios retóricos, la forma de la que ya no se puede decir que ordena lo material pues lo penetra, lo neutraliza creando ficción y verdad al mismo tiempo, un juego de alternancias eterno, una cosa maravillosa como la música y el álgebra.» (pág. 12 y s.) Philip, en su ingenuidad, creía que comer de ese fruto del conocimiento no era peligroso; sin embargo, al morder la comprensión de la forma, aquella forma interior, auténtica, que penetra lo material, también estaba dejando que penetrara en su interior el veneno del lenguaje.
Cuando el lenguaje nos posee, ya no nos permite penetrar, a través de su forma, la materia del mundo, como sí permite la música o el álgebra (o como Zeus penetraba con su lluvia de oro a Dánae), sino que, al penetrar en nosotros, nos convierte en su propio mundo, en su territorio, pudiendo violar incluso nuestra identidad. Y el mundo pasa a sernos ancho y ajeno, y el lenguaje que nos penetra también.
Pues el lenguaje, ya enfermo de sí mismo (la función del lenguaje ha creado un órgano devorador de sí mismo), enferma el pensamiento y el espíritu. Lo percibimos entonces como algo ajeno (pero que ya está en nuestro interior, es nuestro intruso), que nos mira con un aire extraño y frío. El lenguaje ya no es nuestra obra, sino que el lenguaje obra por sí mismo. Por ello lord Chandos ya no reconoce sus escritos, sus tratados «como una imagen familiar de palabras enlazadas, sino sólo palabra por palabra, como si esas palabras latinas, reunidas así, apareciesen por primera vez ante mis ojos» (pág. 11). El lenguaje ya no es la casa del ser, la casa familiar del ser, sino el ser extraño de la casa, su invasor[5].
El lenguaje propio se ha vuelto ajeno: «… quiero que comprenda que de los trabajos literarios que aparentemente se encuentran delante de mí me separa el mismo abismo insalvable que de aquellos que están detrás de mí y que resultan tan ajenos que dudo en llamarlos de mi propiedad.» (pág. 11 y s.)
Quien cree poseer el lenguaje encontrando su orden interno, trazando su planta y construcción, desglosando todos sus elementos y las relaciones entre los mismos… quien cree poseer el lenguaje totalmente, es poseído por él y dominado por su totalitarismo que nos impide hablar por nosotros mismos, libremente. Si el lenguaje invade nuestra consciencia, nos paraliza, nos calla. Cuando permitimos que el lenguaje hable por nosotros, siempre termina hablando de sí mismo.
Si se intelectualiza el lenguaje, si se interioriza, se convierte en enfermedad: no es la enfermedad del silencio, sino la del ruido del lenguaje, un tinnitus del lenguaje. Los significantes son acúfenos, no fonemas; los significados sólo son sumas infinitas de significados, donde todas las relaciones son posibles porque ya no impera un sentido, sino la posibilidad de todos los sentidos, es decir, de ninguno. Lord Chandos hubiera querido titular su obra, la obra total, Nosce te ipsum, sin darse cuenta de que el lenguaje ya obraba por él y ese nosce te ipsum no era sino una gran ironía, porque quien, en su caso, se conocería a sí mismo sería el lenguaje. Cuando el lenguaje nos inunda, nos sumerge, cuando habla el lenguaje, a nosotros sólo nos cabe callar y escuchar su ruido. Pero lo más terrible es que el lenguaje usurpa nuestra identidad al tiempo que nos desmorona la auténtica, como una grave enfermedad.
El lenguaje nos enferma y así somos su enfermedad. El lenguaje, como los virus, tiende a infectarlo todo y, en su ansia de totalidad, nos obliga a callar, nos produce afonía, y nuestro silencio se llena de ruidos. Pero el propio lenguaje no cae en la cuenta de que no se puede decir todo, pues decir todo es decir nada, es solo ruido y furia que no significa nada. Es nuestro límite -nuestro cuerpo y su devenir- el que limita el lenguaje, el que le ordena, el que le da sentido. No sabe el lenguaje que sin nosotros, él, que todo lo quiere decir, no dice nada. Wittgenstein no se equivocaba cuando proclamaba que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo; pero mi yo debería procurar que los límites de mi mundo fueran los límites de mi lenguaje, ya que si no le pongo límites al lenguaje éste acabará invadiendo mi mundo, y hasta mi propia identidad.
WITTGENSTEIN
In illo tempore, cuando lord Chandos soñaba con su obra total, «toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y la animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía…» (pág. 14 y s.) Tal como hemos indicado, si el lenguaje se apropia del todo, de la gran unidad, no puede decir nada. Si todas las correspondencias y combinaciones están dadas, no hay en realidad ni correspondencias ni combinaciones: lo que es todo en el todo no tiene identidad fuera del todo y, por tanto, no es nada. No puede suceder el acontecimiento ni la experiencia individualizada: «Una experiencia era como la otra; ninguna era inferior, ni en la naturaleza sobrenatural y fantástica, ni en fuerza material, y eso se repetía a todo lo ancho de la vida, a un lado y a otro; por todas partes estaba yo justo en medio y jamás percibí en ello una mera apariencia: o intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave de la otra y sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar una tras otra y abrir con ella tantas de las otras como pudiese abrir. Hasta aquí se explica el título que pensaba dar a aquel libro enciclopédico.» (pág. 15 y s.)
SÍSIFO, POR TIZIANO, 1548-1549  http://www.museodelprado.es/
Ignoraba lord Chandos que quien tiene la llave absoluta del lenguaje verá en cada criatura una llave, que abrirá una nueva criatura, la cual aportará otra llave que abrirá otra criatura… en un círculo vicioso sin fin. Para quien todo es llave, no posee la clave de todo, sino la llave de nada. Las palabras llaman en las cosas a otras palabras y éstas se expresan con otras palabras que llaman a otras cosas, cosas que a su vez llaman a otras palabras que llaman a otras palabras que llaman a otras cosas… Las llaves necesitan cerraduras; las palabras necesitan no sólo abrir las cosas sino también cerrarlas. «… Sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar una tras otra y abrir con ella tantas de las otras como pudiese abrir…»; pero ¿podría sentirse afortunado Sísifo? Por eso incluso «los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un luminoso arcoíris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto.» Aquello que se intenta aprehender con un lenguaje sin límites siempre se distancia con el lenguaje mismo. El lenguaje es la maldición de Sísifo, la maldición de Tántalo: «¿Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, esa brusca elevación de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceso del agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos?» (pág. 17)
¿Qué sucede entonces cuando el lenguaje enferma de sí mismo —triunfa en cierto sentido— y toca todas las cosas y las traspasa, cuando el lenguaje es «la forma de la que ya no se puede decir que ordena lo material pues lo penetra, lo neutraliza creando ficción y verdad al mismo tiempo…?» (pág. 13).  Pues sucede lo que resumía lord Chandos: «he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.» (pág. 17)
El lenguaje que llega a ser todo, no puede responder de las cosas, de las partes del todo, porque carecen de identidad propia ante su totalitarismo. Pero el todo tampoco tiene identidad porque no se puede objetivar al haber absorbido al sujeto. Al no poder responder de las cosas, las partes se disgregan en todas direcciones, en un sinsentido (el totalitarismo, al admitir sólo el todo, no puede encontrar ni dar sentido a las partes). No hay concepto de algo —es decir, de nada— cuando el todo es el concepto.
Recuerdo una vez que, siendo niño, vi una obra de teatro en televisión, cuyo título no recuerdo: un investigador médico vendía su alma al diablo y éste le permitía ver toda la materia directamente como a través de un microscopio o rayos equis. Si al rey Midas todo lo que tocaba se le transformaba en oro, a ese científico todo se le transformaba en tejidos, huesos, células, microbios… incluso la mujer amada. Lord Chandos recuerda una experiencia semejante: «igual que en una ocasión había visto a través de una lente de aumento un trozo de la piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me deshacía en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto.» (pág. 19)
Y además, si el lenguaje se ha conformado como estructura total, todo lo que designa es parte de esa estructura, un subsistema del sistema, donde todos los elementos aparecen en continuas réplicas de relaciones de combinación y permutación posibles. La oposición entre los elementos desaparece y, por tanto, las cosas no se identifican, son inabarcables, «son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío» (pág. 20).
Llegado a ese punto, el lenguaje enfermo se ha vuelto en sí mismo sólo un objeto que usurpa nuestra condición de sujeto. ¡El símbolo se ha constituido en una forma que usurpa el concepto! ¡El signo penetra a la cosa y se encarna en ella dándole su forma! El medio es el mensaje del mensaje del medio. El lenguaje ha dejado de ser funcional para convertirse en funcionario y burócrata del lenguaje mismo, en una especie de no-lenguaje. El no-lenguaje ya no es el lenguaje que era: el vínculo que unía las cosas (los objetos de verdad) con nosotros (los sujetos de verdad) y que dotaba de sentido tanto a unos como a otros. El lenguaje verdadero ha perdido su función primera: dar sentido, ser el vínculo que unifica el sentido del mundo y el sentido del yo; en ese lenguaje convergían el mundo y el yo, el lenguaje los estructuraba y les daba sentido. Podríamos decir que el lenguaje verdadero es nuestro sexto sentido. Lord Chandos intenta recuperar ese sentido perdido acudiendo a los textos de Séneca y Cicerón, cuya «armonía de conceptos limitados y ordenados» podría devolverle la claridad y la salud del sentido. Pero el vínculo con el lenguaje ya está roto, pensamiento y lenguaje se han disociado, el lenguaje se ha vuelto ajeno al cobrar vida propia. Los conceptos sólo forman concepto de sí mismos: «Podía moverme a su alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo se ocupaban de ellos mismos, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro.» (pág. 20). Si el lenguaje se ha desvinculado del pensamiento, entonces ya no tiene límites y por tanto sentido, es puro juego, el juego del corro, del círculo vicioso de sí mismo.

La morbosidad del lenguaje

         Padecer la enfermedad del lenguaje también tiene contrapartidas. Si uno renuncia a la expresión, es decir, acepta la totalidad del lenguaje y, en consecuencia, la nada y vacuidad del mismo, entonces la vida no estará «del todo exenta de momentos dichosos y estimulantes». Las pequeñas cosas ya no necesitarán grandes palabras y así podrán revelarse, sin el velo del lenguaje, en sí mismas, no ya como objetos lingüísticos. Si uno acepta el totalitarismo del lenguaje se despreocupará de dar sentido al mundo y, por tanto, de crear signos conflictivos. Y podrá contentarse con las pequeñas cosas insignificantes. Es la felicidad del tonto o del que se hace tal, por el que habla lo sagrado (lo no concernido por el lenguaje, lo que no tiene signo)[6].
Las pequeñas cosas volverán a ser cosas en sí mismas, sin la máscara del lenguaje; dejarán de ser referentes lingüísticos, volverán a brillar puras, limpias del moho del lenguaje. Las cosas se nos revelarán como lo que son, no como lo que el lenguaje revela de ellas: «Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un cementerio humilde, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación.» (pág. 21) «Es más, también puede ser la idea determinada de un objeto ausente, a la que se depara la increíble opción de ser llenada hasta el borde con aquel caudal de sentimiento divino que crece suave y súbitamente.» (pág. 22) Lord Chandos pone como ejemplo de un objeto ausente el recuerdo del veneno para ratas que ha ordenado echar en los sótanos de una de sus granjas. El veneno ausente es la idea del veneno, no las palabras que conforman la idea; y al igual que las palabras siempre convocan a otras palabras, las ideas de las cosas (no sus significados) pueden convocar un desbordamiento de ideas. Estas ideas no son nada platónicas, pues son formas en sí; no son esencias, son devenir; no están idealizadas; por eso la descripción de las mismas (las ideas —las ideas de la idea de las ratas envenenadas) es, a propósito, ciertamente espantosa: «Todo estaba dentro de mí: el aire fresco y lóbrego del sótano, saturado del olor fuerte y dulzón del veneno, y el eco de los chillidos de muerte que se estrellaban contra los muros enmohecidos; esas convulsiones apelotonadas de impotencia, de desesperaciones frenéticas; la búsqueda enloquecida de las salidas; la mirada fría de la cólera cuando coinciden dos ante la rendija taponada.» (pág. 23) El sentir las cosas, el sentir las ideas de las cosas sin el lenguaje, eso ha de ser el sentimiento divino: la facultad de un Dios sin lenguaje; también la del animal. Quizá el don de la ubicuidad sólo es posible sin el lenguaje (los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo), pues uno puede estar en un mundo sin la diacronía del relato, sin el fluir del lenguaje, sin el tiempo de los signos y su herrumbre (como diría Claudio Magris); tal vez por ello afirma Lord Chandos: «pero era más, era más divino, más animal; y era presente, el presente más pleno y sublime.» (pág. 23)
CLAUDIO MAGRIS (UN POCO CHANDOS)
Las cosas y las ideas se aprehenden, para Philip, como tales, sin la red del lenguaje que nos atrapa y limita también a nosotros mismos. Sin el lenguaje, la relación entre nosotros y las cosas sería directa, natural, como ha de serlo quizá para un animal y como, sin duda, ha de serlo para Dios. El mundo se percibe entonces como un todo en el que estamos integrados; y ese todo será un algo para nosotros, un algo en el que puede transfundirse nuestro alguien: «siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente infinita y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo estuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón.» (pág. 26). Una nueva relación con toda la existencia sin el lenguaje, pensando con el corazón, no con el lenguaje sino con lo que llamamos antes el no-lenguaje.
Podríamos decir que la relación del sujeto (de un sujeto consciente) con los objetos no es posible sin una intermediación necesaria, intermediación que hace posible la distinción sujeto/objeto (la barra que opone toda dualidad y oposición) y que al mismo tiempo posibilita la vinculación entre los mismos. Si esa relación humana, demasiado humana, no se establece, sólo cabe una relación animal o divina.
Sin embargo, ese estado animal (libre del lenguaje primordial y natural y necesario) es insatisfactorio: el hombre es un ser que nace para contarlo. Necesitamos del lenguaje como el lenguaje necesita de nosotros. «Vivo una vida de un vacío apenas imaginable», confiesa lord Chandos; es la vida del animal que no puede expresar lo que piensa con el corazón, que no puede expresar con el lenguaje el no-lenguaje. La lengua del no-lenguaje, como dice al final de la carta el propio Lord Chandos, es «una lengua de cuyas palabras no conozco ni una sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas ante un juez desconocido.» (pág. 31) Es una lengua de mudos (¿la lengua de los sordomudos?), y una lengua que tal vez hable un dios desconocido, que no es el Dios del lenguaje[7].
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La enfermedad del lenguaje vuelve a Philip morboso, despierta su interés por cosas minúsculas, incluso insanas y asquerosas: recordemos las ratas; los tablones podridos bajo los cuales se buscan los gusanos para pescar; las sábanas multicolores de las camas en los rincones de los lúgubres cuartos de los campesinos; los feos perros jóvenes… ¿Pero por qué el lenguaje enfermo de lord Chandos se regodea en esas cosas minúsculas, asquerosas incluso, insignificantes? Pues quizá por eso, porque son insignificantes, y por tanto no son significantes que necesiten significados: están más lejos del lenguaje, pues. Es decir, son un sinsentido. Como era un sinsentido que Craso le cogiera cariño a la morena de su estanque y llorase por ella cuando ésta muere. Philip se identifica con Craso («pero a mí el asunto me afecta, el asunto»), porque reconoce en el asunto de Craso el asunto del sinsentido. Y ahí llegamos a la consideración de si el asunto del sinsentido (perder el sentido, quedarse sin sentido) es el asunto de la locura[8].  

«La imagen de ese Craso está a veces en mi cerebro como una astilla alrededor de la que todo supura, late y hierve. Entonces siento como si yo mismo entrase en fermentación, borbotease, bullese y reluciese. Y el conjunto es una especie de pensar febril, pero un pensar con un material que es más directo, líquido y ardiente que las palabras. Son también remolinos, pero no de los que parecen conducir, como los remolinos del lenguaje, a un fondo sin límite, sino, de algún modo, a mí mismo y al más profundo seno de la paz.» (pág. 30).

La enfermedad del lenguaje cuando deja de ser meramente espiritual y se psicosomatiza (de alguna manera) como mental,  permite la ebullición del verdadero sinsentido del no-lenguaje: la manifestación del inconsciente, manifestación consciente del inconsciente. El loco es consciente de su inconsciencia, no de su consciencia. Lord Chandos aún es consciente de su consciencia, por tanto aún no ha sido subsumido por entero por el remolino del no-lenguaje, pero está en proceso de disociación. Afirma que los remolinos del lenguaje conducen a un fondo sin límite; se refiere al lenguaje enfermo. Por tanto su consciencia —lingüística— está enferma; y, por el contrario, el remolino del no-lenguaje le conduce «a sí mismo y al más profundo seno de la paz», ese mundo vacío de signos siempre en oposición y conflicto, una especie de nirvana de los signos. Lord Chandos está dejándose caer en la indolencia del enfermo que se abandona, mata su mundo como voluntad de representación. Busca la paz de quien nada desea;  el lenguaje para él ya no es deseo del mundo. Lord Chandos puede vivir como San Antonio libre de las tentaciones del lenguaje. Al estar poseído por el lenguaje ya no está poseído por él, pues está fuera de sí.
Con todo, lord Chandos aún habla de sí mismo, aún se siente individualizado, paradójicamente, por el lenguaje: la carta es la prueba de que aún no ha entrado en el mundo absoluto del no-lenguaje, de que aún no ha perdido el sentido, de que la locura aún no habla por él. «Con su carta, en la que describe el naufragio de su identidad, intenta por última vez dominar su dispersión representándola», afirma Claudio Magris[9]. ¿Pero es del todo cierta esa afirmación? ¿Acaso el lenguaje no habla ya sólo del lenguaje y no de la identidad de Philips? ¿A Lord Chandos todo se le ha transformado en lenguaje y el lenguaje, por tanto, lo es todo, con lo cual es imposible que hable de lord Chandos, pues hablar ya es hablar sólo del lenguaje? ¿Esta es la carta del lenguaje a Francis Bacon en la que lord Chandos es su mero instrumento, la carta del lenguaje a los lectores en que Hofmannsthal es un intermediario que da voz a la crisis del lenguaje?
Nunca unas preguntas han sido más retóricas, pues el lenguaje produce sus propios anticuerpos. El lenguaje ha triunfado en lord Chandos sobre el no-lenguaje, aunque se convierte en enfermedad crónica en esta carta que es la crónica de una enfermedad.
FRANZ KAFKA
El lenguaje es un antídoto contra la disolución en el mundo. El hombre debe ser individuo, y su identidad se establece en gran manera con el lenguaje. Él nos impide disolvernos en la res extensa. El no-lenguaje nos disuelve, nos transfunde en esa res extensa, donde al perder la posición y la oposición a las cosas, el choque necesario con las cosas, perdemos la consciencia de nuestra identidad. Si algo tenemos de más propio, son los átomos del lenguaje. El lenguaje nos individualiza como humanos, aunque detrás esté amenazador el no-lenguaje desintegrador, como ruido de fondo. Pero como decía Kafka, ante el lenguaje sólo por nosotros debemos inquietarnos.

Pedro Galván Magro, mayo de 2012
(Trabajo para el curso Filosofía y Literatura)



[1] Hugo von Hofmannsthal, Carta de lord Chandos, seguida de La herrumbre de los signos, de Claudio Magris, Alianza Editorial, Madrid, 2008.
[2] Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Tecnos, Madrid, 2007.
[3] Quienes aquejados por una grave enfermedad no sienten dolores, están mentalmente enfermos. (Nota del traductor Antón Dieterich, en edición citada.)
[4] Véase el interesantísimo estudio de Jaime Fernández Martín: La ciudad de los extravíos, Fórcola, Madrid, 2010, donde se analiza dicha obra de Thomas Mann desde perspectivas nuevas.
[5] De alguna manera, aunque en otro sentido, es lo que le ocurre a Gregorio Samsa en La metamorfosis de Kafka. Véase mi ensayo: Kafka: la metamorfosis del leguaje, el lenguaje de la metamorfosis.
[6] También podría suceder lo contrario, que la enfermedad del lenguaje convierta las cosas en supersignificantes y, en consecuencia, éstas adquieran un supersentido que deforme la realidad y el lenguaje mismo. Ello es más habitual de lo que se piensa en la política y en los demagogos del lenguaje. También puede darse el caso distinto de la idealización del lenguaje como medio para idealizar la realidad -o volverla loca; don Quijote enloqueció con el lenguaje la realidad y los demás creyeron que el loco era él.
[7] Incluso la mística necesita el lenguaje para dar sentido a su relación de no-lenguaje entre Dios y el alma. Al lenguaje lo que es del hombre (y de Dios) y al no-lenguaje lo que sólo es de Dios.
[8] Philip no está loco, porque, al poder reconocer la disociación que ha operado el lenguaje en él, reconoce aún su identidad. Conoce, pues, el sentido en que opera la enfermedad del lenguaje. Por eso puede contarlo.
[9] Op. cit.

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