lunes, 25 de febrero de 2013

VIAJE A LA TORRE DE MONTAIGNE


Montaigne, 31 de abril de 2010, miércoles


El día se ha levantado lluvioso en Burdeos. Es la tranquila lluvia francesa a la que no le gusta correr por las calles ni dejar su recuerdo en el espejo de los charcos. Y cuando menos lo esperas, deja luego de lloviznar, como por descuido. 

Cruzamos el Garona por el largo y moderno pont d’Aquitaine —una versión B del puente de San Francisco—, que nos deja en la autopista. La abandonamos pronto para adentrarnos en las típicas carreteras galas, lentas y estrechas pero cuidadas, con sus clonados paisajes, de lomas verdes y suaves, con rebaños aquí y allá de bosques frondosos, campos con filas de viñedos delineadas cartesianamente. Francia es toda ella un jardín francés. Esta comarca de Aquitania ha sido declarada por la UNESCO Paisaje Cultural, pero por ello mismo debería colgarse ese título a gran parte del país..


Saint Michel de Montaigne es casi todavía una aldea. A diferencia de España, los pueblos crecen despacio y a lo lejos, porque la Francia rural no tiene prisas por ser París. Dejamos el coche junto a la pequeña iglesia. A su lado, una placa con la efigie de Montaigne en un sencillo pilar nos hace pensar que el pueblo no se conforma con un Michel humano, tan grandemente humano, y ha querido canonizarlo para tomar su nombre. «A la gloire de Michel Eyquem de Montaigne, 1533-1592»

Un paseo flanqueado por altos cedros centenarios y verdes praderas conduce al castillo. Antes pasamos junto a una hacienda que anuncia los vinos de Montaigne. Al final del sendero, tras los jardines floridos, uno se topa con la torre, que preside la entrada al conjunto. La reconocemos sin haberla visto realmente nunca: ésta es la Tour; la verdadera Tour de la France. Cruzamos un romántico arco de piedra propio de un grabado inglés, y luego el gran portalón cabe el torreón, tras el que se abre un gran patio cuadrangular con habitaciones de servicio y presumibles cuadras a los lados, y enfrente la hermosa y equilibrada fachada del castillo, reconstruido en el siglo XVIII tras un incendio. No hay nadie. Llamamos, pero ninguna voz responde. «¡Señor Michel! Sabemos que usted nos observa desde lo alto de la torre. Venimos desde España, donde conversamos con usted en las páginas de sus Ensayos. Si nuestra visita no le es grata, no tiene usted más que decirlo; pero ciertamente nos complacería gustar de su hospitalidad para alimentar nuestro flaco espíritu. Nuestra contraseña es “Que sais-je?”»


Cerca de la torre, vigía de la entrada, a mano izquierda en el corral, una habitación sirve de recibidor, y de pequeña sala de exposiciones. Después de un buen rato, de una de las muchas puertas del patio salen una mujer y una niña de siete u ocho años, de rasgos árabes. La mujer nos informa que los tickets de entrada se recogen en el caserío que antes dejamos atrás, la-bas, y manda a la niña que nos conduzca hacia allí; ésta, de mala gana, pero sin rechistar, nos guía, aunque no sea necesario. Por eso Pedro le regala a la niña un euro para chuches por la molestia.

Otras tres parejas nos acompañarán en la visita, guiada por una chica joven que trata de hablar un francés pausado para que lo entendamos mejor. Otra chiquilla quinceañera, tímida y como con miedo a estorbar, la acompaña; es su primer día de aprendizaje para convertirse ella misma en la futura guía. Una de las parejas es alemana, pues el caballero porta en alemán el gran cartelón informativo que nos pasan a los que no comprendemos demasiado bien el francés.

Del conjunto del castillo sólo se puede visitar la torre, que no fue afectada por el incendio dieciochesco; no necesitamos más: ahí es donde habita aún el espíritu de Michel de Montaigne. La puerta de acceso es baja y estrecha, a la medida terrenal del hombre que la engrandeció. En el suelo de la torre se halla la capilla, circular, sobria y un tanto tétrica y lóbrega, con cierto aire de cripta. Sobre el pequeño altar se adivina una imagen decimonónica del Arcángel San Miguel en lucha contra el Maligno que sustituyó al parecer a otra semejante que presidía en tiempos de nuestro escritor. En ese altarcillo, Michel pondría, según la ocasión, «una vela a San Miguel, otra a su serpiente». Un conducto acústico en el techo llevaba la voz de las ceremonias al dormitorio, a donde se sube por una escalera de caracol. Las puertas son de vanos bajos, de modo que tanto yo como el propio Montaigne no tenemos necesidad de agachar la cabeza, lo que sí deben hacer humildemente los altos presuntuosos. 


El dormitorio, escueto, sencillo, austero, contiene una cama pequeña con dosel ("el dosel y cortinillas del lecho me parecen necesarios"), y el ventanal junto al que se esconde el hueco —una alacena del pensamiento— donde se refugiaba nuestro ensayista para sentarse a leer o para refugiarse ante visitas incómodas. En esta estancia un busto del autor vigila su cofre auténticamente del tesoro, el que Montaigne portaba lleno de libros en sus andanzas por Francia y Europa, y donde al cabo de un par de siglos —algo inexplicable— se resucitó el manuscrito de algunos de esos diarios de viaje. La cama es una réplica de la original sobre la que encomendó su espíritu el ensayista el 13 de septiembre de 1592. Y anejo está el habitáculo para la letrina (que también el cuerpo reclama sus necesidades: "Todos defecan, incluso los reyes, los filósofos y las damas"). 

Arriba, en el piso alto y noble, se encuentra el estudio donde Michel paseaba para escribir, donde leía y consultaba su amplia biblioteca de mil volúmenes —enorme para la época—, algunos heredados de su amigo La Boëtie, hoy desaparecidos unos y desperdigados casi todos. 

Aún quedan en las vigas y maderos del techo las inscripciones griegas y latinas con las citas preferidas de nuestro escritor.  Pero las paredes circulares, antes revestidas de aquellos libros y de tapices y frescos, hoy lucen blanqueadas y desnudas, decoradas con algunos cuadros, reproducciones de motivos montaignescos. Aún se adivinan, sin embargo, en la habitación anexa de al lado, donde la chimenea hacía más llevaderos los días fríos del invierno, las pinturas al fresco (ahora apenas si ojos especialistas han podido recrear alguna vaga referencia a Las metamorfosis ovidianas). Las vistas desde las ventanas, orientadas a los puntos cardinales, invitan a la meditación o a la contemplación tranquila de la obra de la naturaleza y del artificio del hombre. En esta torre circular uno comprende que todo girase sobre el pensamiento del autor, sobre la observación redonda de uno mismo y  la perspectiva escéptica, alta y equidistante sobre lo que queda afuera, tras los muros protectores que guardan la vieja sabiduría clásica y perenne. Los ensayos de Montaigne son los ensayos de la torre misma.

Uno quisiera encerrarse aquí y ponerse a escribir y meditar, móvil en lo inmóvil, o sentado en el sillón renacentista ante la mesa donde descansa una reproducción de las correcciones sobre impreso del ensayista; pero ha de bajar al mundo que, ese sí —también redondo—, no deja de girar.


Junto a la torre se construyó un invernadero, hoy día ruinoso, con muchas de sus cristaleras rotas y empolvadas de tiempo. Es característica de Francia esa mezcla de cuidado y dejadez casi artística —como si fuera intencionada—. Damos luego una vuelta al castillo, a su cercado anejo donde pastan sabiamente un par de pequeños burros; pareciera que llevasen aquí desde épocas medievales. Contemplamos luego desde una terraza a la espalda del castillo, hacia el norte, las floridas praderas, la campiña verde y arbolada, los prados mansos, los perfectos sembrados y viñedos.

Más tarde, comprarán en la tienda de la hacienda, la-bas, unas botellas de la propia bodega y unos recuerdos, especialmente para Jaime, gran amigo y lector apasionado de Montaigne.

Empieza a diluviar cuando abandonamos Saint Michel. Es como si el tiempo hubiese olvidado sus charpazos de la mañana y ahora tuviera prisa por lloverlo todo de golpe.  Nos perdemos por estrechas carreterillas, que parecen garabateadas en el terreno por la mano caprichosa de un niño. No importa, bajo la lluvia los campos y los viñedos y las pequeñas villas solitarias tienen un encanto original, reciente. Saint-Emilion está cerca: allí es el vino el que llueve desde la tierra al cielo.

Pedro Galván Magro.

«En mi vivienda me recojo con mayor frecuencia, en mi biblioteca, donde, teniéndolo todo a la mira, doy órdenes a mis gentes. Me coloco a la entrada y veo por bajo mi jardín, el patio, el corral así como a la mayor parte de las personas de mi casa. Allí hojeo unas veces un libro, otras otro, sin orden ni designio, al desgaire: unas veces fantaseo, otras registro y otras dicto paseándome lo que aquí veis. Está instalada en el piso tercero de una torre: el primero es mi capilla; el segundo, un dormitorio con sus accesorios, donde me acuesto con frecuencia para encontrarme solo, que tiene por encima un espacioso guardarropa; antaño era el lugar más inútil de mi casa. Allí paso la mayor parte de los días de mi vida y casi todas las horas del día, pero nunca por la noche permanezco. Contiguo al dormitorio hay un pulido gabinete, donde en invierno puede encenderse fuego, con pintorescas vistas. Si yo no temiera más que los gastos los cuidados que todo trabajo acarrea, podría fácilmente instalar a cada lado una galería de cien pasos de largo y doce de ancho, a nivel, habiendo encontrado todos los muros montados para otro uso, a la altura que me precisa. Todo lugar retirado requiere un paseo; mis pensamientos duermen cuando los siento; mi espíritu no va solo como al ser agitado por las piernas: todos los que sin libros estudian experimentan impresión idéntica. La figura de mi biblioteca es circular, y la pared no tiene de plano sino el lugar preciso para la mesa y el sitial; al ondularse, me ofrece de una ojeada todos mis libros, colocados en estantes de cinco peldaños, todo alrededor. Tiene tres vistas que de frente se extienden a lo lejos, y hasta dieciséis pasos de diámetro completamente libres. En invierno me instalo en ella más raramente, pues mi casa está colgada en un cerro, como su nombre reza, y ninguna habitación más que ésta está expuesta a los elementos; y me place por eso para mantenerme apartado, tanto por el provecho que a la ejercitación acompaña, como para alejar de mí a las gentes. Allí está mi residencia; allí intento convertirme a mi propia dominación y sustraerme en ese solo rincón de la comunidad conyugal, filial y civil; en todo otro aposento mi autoridad es sólo verbal, confusa y teórica. ¡Miserable a mi ver quien en su agujero no tiene donde meterse; donde hacer particularmente su corte, donde ocultarse!»

Ensayos, Libro III, capítulo III, Michel de Montaigne