martes, 12 de noviembre de 2013

EN BUSCA DEL TIEMPO DE PROUST. VIAJE A ILLIERS-COMBRAY

VIAJE A ILLIERS–COMBRAY. 26 DE JULIO DE 2011 (DE VUELTA DE BRETAÑA Y NORMANDIA)

Unos veinte kilómetros separan Chartres de Illiers. En el mediodía se suceden las llanuras castellanas de trigo y maíz, o de tierra marrón roturada para el sembrado, con algunas arboledas aisladas de cuando en cuando, así como alguna granja a lo lejos. Es la plaine. No es el paisaje que uno hubiera pintado aproximándose a Combray; siempre nos pierde nuestro imaginario romántico, que tiende a la fronda o al valle verde, al río profundo o anchuroso, al sendero acribillado de luces por los intersticios del bosque.


Al fondo ya se divisa la aguda aguja de la torre de la iglesia de Illiers, la iglesia de Saint-Jacques. La visión de la cercana villa no debe de diferir mucho de aquella que Proust viera cuando se acercaba a Combray; aunque él viajaba por ferrocarril, la línea férrea ha de provenir de la misma dirección, ya que éste es el camino natural desde el no muy lejano París. «Cuando llegábamos allí, la semana anterior a Pascua, era tan sólo la iglesia resumiendo y representando al pueblo entero», escribía Proust. Y aún distante, a la derecha, un poco retirado, creo que se alza un chateau. «Sí, tú ya como don Quijote, viendo castillos donde sólo hay graneros», me espeta Rosa. Es un silo gigantesco.

Illiers-Combray, reza el cartel de entrada. Se fusiona la realidad y la literatura, y, como tantas veces, el lugar de la Mancha acaba nombrándose para que descubramos que la idea es más concreta que la materia, y que su consistencia es más real que la realidad que perciben nuestros sentidos.

Si uno compara el encanto de Illiers con la mayoría de los pueblos franceses, no saldría aquél muy bien parado. No es que sea un pueblo feo —es difícil encontrarlos en Francia, si bien haberlos haylos—, pero aunque aseado y humano como casi todos, no deja de ser un tanto vulgar y discreto. La iglesia, un volumen compacto y mazacotudo, tan diferente de la estilización catedralicia tan habitual en otras localidades, cierra uno de los lados del triángulo que forma la plaza.

«¿Y cómo hablar del ábside de la iglesia de Combray? ¡Era tan tosco, y carecía de tal modo de toda belleza artística y hasta de inspiración religiosa! Por fuera, como el cruce de calles en que se asentaba el ábside estaba más en bajo, su tosco muro se elevaba sobre un basamento de morrillos sin labrar, erizados de guijarros y sin ningún carácter especialmente eclesiástico; las vidrieras parecían estar a demasiada altura, y el conjunto más semejaba muro de cárcel que de iglesia. Y claro que luego, pasado el tiempo, al acordarme de todos los gloriosos ábsides que había visto, no se me ocurrió nunca compararlos con el ábside de Combray. Tan sólo un día, en un recodo de una callejuela de provincia, vi, frente al cruce de tres calles, un muro rudo y sobrealzado, con vidrieras abiertas en lo alto, con el mismo aspecto asimétrico del ábside de Combray, Y entonces no me admiré, como en Chartres o en Reims, de la fuerza con que allí estaba expresado el sentimiento religioso, sino que exclamé sin querer: «¡La iglesia!».


Nos adentramos en la iglesia, la de Saint-Jacques, o la de Saint-Hilare, ya no sabe uno. El interior está oscuro... no parece haber nadie; las vidrieras, pequeñas y “a demasiada altura”, sólo crean una sensación coloreada de velada transparencia que se refleja en los bancos pulidos y barnizados que casi abarrotan toda la nave. Cuando la vista se adapta a la penumbra, descubrimos que bajo el tosco envoltorio de su fábrica está el tesoro del templo: la cubierta. Sobre varias finas vigas de madera decorada se sostiene la techumbre de bóveda de medio cañón —como el casco de un barco invertido— pintada con gran variedad de colores y ornamentada hasta su último centímetro cuadrado. Es difícil en la altura y en la oscuridad —y más para los miopes— adivinar las figuras, las imágenes, pero se percibe una profusión de trazos capaz de agotar un millón de miradas. No recuerdo que en una de las vidrieras, la de la capilla dedicada a la Virgen, se supone que está representado Gilberto el Malo, Gilbert le Mauvais, y escribo se supone, porque esa vidriera es la proustiana del templo de Saint-Hilare, por cuanto que la de Saint-Jacques representa al caballero Florent d’Illiers. Sí recuerdo, en cambio, que en otro cuerpo de esa vidriera se reconoce a Santiago peregrino.

En ese triángulo escaleno de la plaza se concentra una gran parte de la actividad comercial de la villa; no obstante, apenas si se ve tránsito alguno de personas. Desde la terraza del Café de la Place, casi frente a la entrada al templo, mientras estamos tomando una cerveza, observamos el entorno: une coiffure, deux kebab, deux pharmacie-orthopedie, el Hôtel de L’Image, la tienda del Petit Casino, Groupama, Oxígene prêt a porter, deux inmobilieres, el ya abandonado restaurante moracaine Le Sultan, la Maison de Presse, Rema Swiss-Life... Y nada, absolutamente nada, que recuerde no sé si la presencia o la ausencia de Marcel Proust (ni tan siquiera un restaurante Le Proust, como el Le Flaubert de Croisset).

Pero como escribió Hugo Beccacece (redactor de La Nación de Buenos Aires, y proustiano apasionado), tras su visita a Illiers, un sábado de mayo —la journée des aubépines, el día de los espinos blancos— en que la Asociación de Amigos de Proust recuerda a éste anualmente, 

«según Proust, los peregrinajes a los lugares que inspiraron una obra están condenados a la decepción. La revelación que nos depara un libro o una pintura no se halla en el paisaje o en el ser que les sirvió de modelo, tampoco en los cuartos o en el taller donde vivió y trabajó su autor. Las verdades sólo se encuentran en uno mismo, jamás en el espejismo de la realidad: ésa es la enseñanza más profunda de À la recherche du temps perdu. El encanto de Combray, donde transcurre la primera parte de ese libro, sólo se puede recuperar en la novela.»

Es posible regresar a los lugares, pero no a los lugares de nuestra memoria. Nosotros éramos como «esas personas que salen de viaje para ver con sus propios ojos una ciudad deseada, imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado», como escribe el mismo Proust al comienzo de su novela.

Un cuarteto de ancianas se baja de un coche, tras aparcar en la plaza. Con paso difícil y vacilante suben pausadamente los escalones de la iglesia; una de ellas está a punto de tropezar en un peldaño y caerse estrepitosamente, pero logra milagrosamente recomponer su equilibrio.

Cuando nos acercamos a un restaurante próximo para comer —que ya es hora—, nos dan con la puerta en las narices, con muestras de verdadera antipatía. La verdad, uno no comprende de dónde sacan el dinero algunos hosteleros franceses, está claro que no se hernian trabajando ni echando horas. Finalmente, después de buscar durante un largo rato por aquí y por allá, hallamos al menos una pizzería, La Toscane, que nos reconcilia de nuevo con la amabilidad francesa.

El encanto de Combray no se recupera en Illiers, pero sí en la maison de tante Léonie, la casa de la tía Elisabeth, donde Marcel y su hermano Robert pasaban las vacaciones de Pascua. Para llegar a ella, nos es necesario preguntar a dos o tres lugareños, aunque estaba ¡al lado mismo del restaurante antipático! Se halla sita en la calle de Santa Hildegarda, junto a una boucherie. No es nada especial en relación a las demás casas de su alrededor; es una vivienda de clase media —clase media francesa— , con un jardincito que hace esquina a su manzana, y con puerta también a la calle trasera, el número 4 de la rue du Docteur Proust —en honor a Adrien, Proust padre.

La casa de la tía Léonie, sede de la Sociedad de Amigos de Marcel Proust y de los Amigos de Combray —actualmente declarada monumento histórico, tal como cuenta el folleto que nos entregan en la peculiar traducción al español (y que es de agradecer, pues nuestra lengua no se tiene aún demasiado en cuenta en la Francia escrita, no así a la hora de ser hablada),

«...fue propiedad de Jules Amiot hasta su muerte en 1912. Su esposa, Elisabeth, fallecida en 1886, fue la hermana del profesor Adrien Proust, padre de Marcel Proust, cuya familia de pequeños comerciantes formaba parte de la iglesia de Illiers desde el siglo XVI (vendedores de candelas y capilleres).
Con su familia, Marcel Proust pasó aquí sus vacaciones desde la infancia hasta el momento en que su primera crisis de asma le impidiera seguir permaneciendo en el campo. No debería volver nunca más a Illiers, después de una última estadía en el mes de septiembre de 1886. Ésta fue dedicada a días de lectura, a paseos por los alrededores de Méséglise y, probablemente, a la escritura, mientras sus padres concluían los trámites de la herencia de su tía Elisabeth Amiot. Los recuerdos, resurgidos por la fuerza de impresiones sensitivas, como el gusto del bizcocho mojado en la taza de tilo, van recreando en La búsqueda del tiempo perdido el mundo de la niñez en Combray de un narrador, llamado Marcel que, con sus recuerdos sensibles, sus experiencias y reflexiones, decide, al final, escribir un libro en el cual cada lector será “el lector de sí mismo”.
La casa fue comprada de nuevo en 1954 por Germaine Amiot y regalada en 1976 a la Sociedad que P. L. Larcher y su esposa habían fundado en 1947. El señor Larcher arregló la casa en conformidad con los textos de Proust. El pequeño salón, la cocina, el comedor conservan su decoración de origen.»


Entramos directamente por la verja al patio —no ha sonado el cascabel—; tras los árboles se abre en medio un parterre ajardinado con diversas plantas ornamentales, y antes una mesa metálica redonda frente a un banco; a la derecha se resguarda un antiguo invernadero, hoy salita de exposiciones y descanso, y a la izquierda un gabinete donde se sacan las entradas y que sirve de tienda de souvenires. Y enfrente la casa, de dos pisos, con las ventanas enmarcadas por azulejos geométricos. «Los ladrillos y los azulejos de media luna de la única avenida del jardincito bordeaban los arriates de pensamientos...»

Además de nosotros, inician la visita un joven con una niña y las cuatro ancianitas que viéramos antes en la plaza. Vamos viendo por libre las distintas habitaciones de la casa, como cohibidos por la sensación del intruso, embozados en la luz suave y apagada que filtra el cielo cada vez más nublado.

Penetramos en el salón comedor, uno de esos salones sombríos en los que es necesario poner un reloj para recordarle al tiempo que no ha de detenerse. La luz se posaba en los muebles de color caoba como una invitada tímida y nosotros nos movíamos como si a cualquier paso pudiéramos romper el aire con total estrépito. El mismo que se habría formado si los platos de cerámica pintada, colgados en la pared de la izquierda, se hubieran desprendido súbitamente de sus colgaduras si por acaso el espejo en que se reflejaban hubiera sido herido por la imagen de un rayo. La chimenea enmarcada de blanco era una amnesia de fuegos. Una mesa con tapete de hilo blanco redondea el centro de la sala.

Pasamos a las otras estancias: a la cocina, blanca y luminosa, con tonos grises claros y azulados, tonos verdes y marrones en los azulejos, con los cacharros esperando a estar dispuestos sobre la cocina de hierro, con la escalerita que sube a la despensa... de donde esperamos ver salir a la cocinera, «Francisca señoreando las fuerzas de la naturaleza». Y el gabinete o “cuarto morisco” del tío Jules Amiot, que intentó convertir en su pequeña Argelia.


Cuando uno sube las escaleras, se imagina los crujidos que anunciarían a Marcel el esperado beso de mamá. Y cuando topamos con las viejecitas visitantes, y éstas sonríen de manera dulce y cómplice, nos parecen las figuras de la tía Léonie o de la abuela.

En la habitación de la tía Leoncia «A un lado de su cama había una cómoda amarilla de madera de limonero, mueble que participaba de las funciones de botiquín y altar; junto a una estatuita de la virgen y una botella de Vichy-Célestins había libros de misa y recetas del médico, todo lo necesario para seguir desde el lecho los oficios religiosos y el régimen, y para que no se pasara la hora de la pepsina ni la de vísperas. Al otro lado de la dama extendíase la ventana, y así tenía la calle a la vista, y podía leer desde la mañana hasta por la noche, para no aburrirse, al modo de los príncipes persas, la crónica diaria, pero inmemorial, de Combray, crónica que luego comentaba con Francisca.» Y un piano en un rincón espera su mano de nieve.

«En el verano, en cambio, cuando volvíamos aún no se había puesto el sol, y mientras estábamos en el cuarto de la tía Leoncia, su luz, que descendía y tocaba la ventana, se paraba entre los cortinones y las abrazaderas, dividida, ramificada, filtrada, incrustando trocitos de oro en la madera del limonero de la cómoda, e iluminada oblicuamente la habitación con la misma delicadeza que toma en el bosque, bajo los árboles.»

Y luego penetramos en el dormitorio de Marcel como en un sancta santorum:

«Esas altas cortinas blancas que ocultaban a las miradas la cama colocada como en el fondo de un santuario; una cantidad de cubrepiés de suave seda esparcidos, de coberturas floreadas, de cubrecamas bordados, de fundas de almohadas de batista, bajo los cuales la cama desaparecía durante el día, como un altar en el mes de María bajo los festones y las flores, y que yo, al atardecer, para poder acostarme, acomodaba con precaución sobre un sillón donde consentían pasar la noche; y al lado de la cama, la trinidad del vaso con dibujos azules, del azucarero similar y de la jarra (siempre vacía desde el día de mi llegada, por la orden de mi tía de que yo la "volcase"...), especie de instrumentos del culto —casi tan sagrados como el precioso licor de azahar, colocado junto a ellos en una ampolla de vidrio— que no me hubiera permitido profanar ni aun utilizar para mi uso personal, como si fuera un cáliz consagrado, que yo apreciaba largamente antes de desvestirme, con el temor de derramarlo por un falso movimiento.»


Y sobre otra mesilla, a la izquierda del aparador de la chimenea donde se encumbra el espejo y se apoya la campana de cristal que contiene el tiempo en el reloj dorado de sobremesa, se yergue la linterna mágica que proyectaba nocturna la imagen de Golo, quien al paso sofrenado de su caballo, «dominado por un atroz designio, salía del bosquecillo triangular que aterciopelaba con su sombrío verdor la falda de una colina e iba adelantándose a saltitos hacia el castillo de Genoveva de Bravante». Y a Pedro la historia de Genoveva le recuerda a su vez su propia infancia, cuando la tía Alberta, su vecina, se la contaba a él mismo, con las correcciones temerosas de su marido Hermógenes, y con la promesa, nunca cumplida, de que un día le dejaría el libro misterioso donde se narraba tan bella y terrible historia, ilustrado con muchos “santos”. Sólo que a mí no me provocaba angustia alguna, sino la promesa de otra vida aventurera y misteriosa.

Subimos luego a la mansarda o desván de madera del piso superior, donde la Sociedad de Amigos muestra una exposición, un tanto caótica, de fotografías y documentos proustianos y de la época.


Después de comprar unos pósters y unas postales, también para un amigo nuestro (uno de esos verdaderos proustianos, proustianos tácitos, íntimos y verdaderos, de esos que no acuden a congresos pero que conocen a Proust más que un congreso o asociación enteros, y que son, sin duda, los lectores que Marcel hubiera deseado para sí), después nos sentamos, antes de despedirnos de la maison, en un banco del pequeño jardín, allí donde

«...algunas noches, cuando estábamos sentados delante de la casa alrededor de la mesa de hierro, cobijados por el viejo castaño, oíamos al extremo del jardín, no el cascabel chillón y profuso que regaba y aturdía a su paso con un ruido ferruginoso, helado e inagotable, a cualquier persona de casa que le pusiera en movimiento al entrar sin llamar, sino el doble tintineo, tímido, oval y dorado de la campanilla, que anunciaba a los de fuera; y en seguida todo el mundo se preguntaba: “Una visita. ¿Quién será?”»


Quizá alguna de las ventanas superiores correspondiera a esa habitación hoy ignorada, donde cuenta el narrador que

«me subía a llorar a lo más alto de la casa, junto al tejado, a una habitacioncita que estaba al lado de la sala de estudio, que olía a lirio y que estaba aromada, además, por el perfume de un grosellero que crecía afuera, entre las piedras del muro, y que introducía una rama por la entreabierta ventana. Este cuarto, que estaba destinado a un uso más especial y vulgar, y desde el cual se dominaba durante el día claro hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió de refugio mucho tiempo, sin duda por ser el único donde podía encerrarme con llave, para aquellas de mis ocupaciones que exigían una soledad inviolable: la lectura, el ensueño, el llanto y la voluptuosidad.»

Nos acercamos luego al Pré Catelan, el jardín del tío Amiot, por donde paseamos, bajo un cielo oscurecido, por senderos entre la arboleda y un pequeño riachuelo que conduce a las ruinas de un viejo torreón.


Impelidos por la amenaza de lluvia, retornamos al interior del pueblo y, antes de llegar a la plaza, ya rompe a llover. Y no es una lluvia caduca como es habitual en Francia, sino un diluvio feroz, que estalla sus burbujas sobre las piedras del suelo, y que nos obliga a refugiarnos en el interior de la iglesia. Ahora se comprende la forma de la techumbre del templo: es un arca de Noé invertida, que espera algún día un diluvio como el de esta tarde para volver a mirar al cielo. Permanecemos solos y solitarios, en la penumbra, en el recogimiento, en este detenerse del tiempo en los relojes, confundidos con las infinitas agujas de la lluvia.

Pero esa prisa interior que nos hace llegar tarde a no se sabe dónde, nos impulsa de nuevo -al cabo de no sabemos cuánto tiempo- a proseguir el viaje. Me cubro con la chaqueta de Rosa y voy en busca del coche; mi mujer me esperará en la iglesia para que no se mojen los pósters y las postales que hemos comprado en la casa de la tante Léonie. Deambulo de acá para allá, perdiéndome bajo el diluvio, calándome bajo los tilos que conducen a la estación de tren, dando vueltas casi sobre mí mismo, sin encontrar rastro del coche, imaginando bajo la chaqueta mojada que esta misma lluvia cayó algún día sobre el pequeño Proust y que éste también habría de refugiarse en la iglesia como de nuevo tengo que hacer yo. Rosa, cuando me ve de nuevo y adivina que no he encontrado el automóvil, mira al cielo abovedado. Y salimos los dos hacia el aparcamiento donde dejamos el auto, no más lejos quizá de doscientos metros. Había pasado antes dos veces por allí sin reconocer mi propio vehículo.

El limpiaparabrisas deja entrever otras calles de Illiers, y de nuevo el paseo de la estación de ferrocarril, y luego se aleja de Combray con un hasta otra ocasión, cuando una más atenta lectura de En busca del tiempo perdido despierte de nuevo la necesidad de un tiempo recobrado. Porque pasado el tiempo, sabremos que en Illiers —o al menos en Combray— existe, sí, de verdad, un castillo, «el castillo de Tansonville, donde vivía Gilberte, el primer amor del narrador y, por último, el manoir de Mirougrain, especie de extraño castillejo del siglo XIX, que sirvió de modelo para Montjouvain, la residencia del músico Vinteuil, el arquetipo del gran compositor.» También descubriremos que paseamos por el Pré Catelan bajo el efecto de unos pérfidos encantadores que nos ocultaron la visión de un «palomar pintado de un color rojizo, que recordaba construcciones árabes», así como «un pabellón de verano octogonal, la Casa de los Arqueros»... ¿O quizá no llegamos a pasear por el sendero de espinos blancos, o rosados? Proust llamó a los espinos arbusto católico y delicioso. ¡Los espinos blancos -o rosados!


miércoles, 9 de octubre de 2013

EL CAPOTE DEL COPISTA. SOBRE EL CAPOTE DE GOGOL

  ENSAYO SOBRE EL CAPOTE DE GOGOL PARA EL CURSO SOBRE LITERATURA RUSA

EL CAPOTE DEL COPISTA

Y es que, en nuestra Rusia, todo está contaminado por la manía de la imitación y cada cual remeda y copia al superior.
El capote[1], Nicolái V. Gógol

El lenguaje muerto, el lenguaje que se copia a sí mismo, condena a Akaki Akákievich Bashmachkin desde su nacimiento, más aún, desde antes de su concepción, cual si estuviese predestinado. Así su apellido lo ata al suelo, a lo pedestre, a lo más bajo[2]: «El funcionario se apellidaba Bashmachkin. Salta a la vista que el tal apellido tuvo algún día su origen en la palabra basahmk [zapato], aunque se ignore cuándo, en qué época y de qué modo se produjo la derivación, ya que tanto el padre como el abuelo y hasta el cuñado de nuestro personaje, o sea, todos los Bashmachkin, usaban botas, limitándose a echarles medias suelas dos o tres veces al año.» Igualmente su nombre fue producto inevitable del destino: «De nombre y patronímico se llamaba Akaki Akákievich. Quizá le parezca al lector un poco extraño y rebuscado, pero podemos asegurar que no lo es en absoluto y que las circunstancias concurrieron de tal modo que fue absolutamente imposible llamarlo de otra manera.» Su madre, después de considerar que todos los nombres que el santoral le propone son ¡muy raros!, se rinde a la evidencia: «Nada, está visto que así lo quiere el destino —dijo la madre—. En ese caso prefiero que se llame como su padre. Akaki es el padre y Akaki será el hijo.» «Con que así fue como ocurrió todo. Si dejamos constancia de los hechos es para que el lector pueda ver él mismo que ocurrió por imperiosa necesidad y fue totalmente imposible llamarlo de otra manera.» Nace, pues, de esta manera el hombre insignificante, aquel que ni siquiera tiene nombre propio ni original.


E igual que es copia su apellido, igual que lo es su nombre, no podía ser sino copista. El lenguaje muerto le persigue y él lo acepta como modo de vida, una vida naturalmente muerta. Copiar no es dar vida a un texto, es simplemente reproducir su cadáver. Es una tarea inerte y, en el fondo, insignificante en sí misma, porque no aporta más significado que el ya existente en el original. En realidad Akaki copia letras, no palabras: «Tenía letras predilectas que le enajenaban cuando aparecían: sonreía, guiñaba los ojos, las modulaba con los labios, de manera que cualquiera hubiese podido leer en su semblante cada una de las letras trazadas por su pluma.» Desempeña su trabajo a la perfección; incluso en medio de las burlas e impertinencias de sus compañeros de oficina «no cometía ni un error en las copias». Por ello, porque no puede dotar al lenguaje de vida propia, cuando lo ascienden y se enfrenta a la creatividad, fracasa: «Se trataba de redactar un oficio para otra instancia a base de un expediente ya terminado. Para ello bastaba con cambiar el encabezamiento y, en algunos párrafos, pasar los verbos de la primera a la tercera persona. Pero aquello le costó tanto esfuerzo que, bañado en sudor, al fin rogó, enjugándose la frente: “No; más vale que me den a copiar algo.” Desde entonces lo dejaron para siempre de copista.» Pide de nuevo volver a tratar con el lenguaje muerto, el lenguaje que es copia de sí mismo, el lenguaje insignificante que él mismo utiliza:

«Es de saber que, las más de las veces, Akaki Akákievich se expresaba por medio de preposiciones, adverbios y partículas sin ningún significado. Y cuando se trataba de algún asunto muy espinoso, tenía por costumbre no terminar siquiera las frases, de manera que muchas veces empezaba diciendo: “Esto, la verdad, pues verdaderamente...” Y de ahí no pasaba, olvidado del resto y convencido de que lo había dicho ya todo.»

Akaki no ve la vida en torno suyo, no asume el lenguaje de la vida, «aunque mirase algo, en todo veía los renglones impecables de su esmerada caligrafía». Incluso se llevaba trabajo a casa, para seguir copiando papeles, «y si no tenía ninguno pendiente, copiaba algo para él, por puro gusto». Y así un día es siempre copia del anterior. Días insignificantes para un hombre insignificante, que así, libre de la carga del lenguaje que vive por sí mismo, puede vivir sin más. «Después de estar escribiendo a su placer, se acostaba todo eufórico, pensando en el día siguiente y en lo que Dios quisiera mandarle para copiar.»
Portada de Igor Grabar, de 1880, para El capote

Pero he aquí que Penélope no puede eternamente tejer y destejer la misma rutina. Siempre ha de surgir lo imprevisto, que suele ser lo inevitable. El capote de Akaki está tan desgastado que ya no le abriga en el crudo invierno. Acude al sastre Petróvich («hijo de Piotr»), que a su vez copia de sus antepasados la afición a la bebida, para que le remiende, es decir, le copie, el capote. El disgusto es mayúsculo cuando éste le informa de que el capote ya no da para más y habrá de hacerse uno nuevo («al oír la palabra nuevo, a Akaki se le nubló la vista y todo cuanto había en la habitación empezó a dar vueltas»); ello hará que el lenguaje de Akaki se aturulle, que su caminar por las calles sea errático, como el copista que se distrae en la copia de los renglones... Sin embargo, «cuando tuvo una idea clara y auténtica de su situación, se puso a hablar consigo, pero ya no de manera deshilvanada, sino juiciosa y razonablemente, como quien conversa con un amigo prudente con quien se puede tratar de lo más íntimo y personal». Es decir, cuando Akaki se desdobla, se copia a sí mismo en un doble más sereno, razona juiciosamente. Pugnan, pues, en su persona el Akaki insignificante con el Akaki significante, el que le hace pensar que encontrando al sastre borracho éste accederá a remendarle el capote. Pero es inútil: ni borracho podrá admitir el sastre que el capote se pueda remendar. Será necesario hacer una copia nueva del capote (buscarle un doble al capote viejo).

Superada la depresión inicial, sobreponiéndose a las adversidades, Akaki encuentra en el capote nuevo la posibilidad de una nueva ilusión, de una nueva razón para vivir: el doble del capote puede hacer devenir el doble de Akaki.

«A partir de entonces se hubiera dicho que su existencia adquirió mayor plenitud, algo así como si se hubiera casado, como si otra persona existiera a su lado [la copia, el doble], como si no estuviera solo y una amable compañera hubiese accedido a recorrer junto a él toda la senda de la vida. Y esa supuesta compañía no era ni más ni menos que el capote de sus sueños, bien acolchado y con el forro fuerte, intacto. Akaki Akákievich se volvió más animoso y hasta más firme de carácter, como una persona que se ha trazado ya una meta definida. De su rostro y de sus actos desaparecieron la duda y la indecisión; en una palabra: todos los rasgos vacilantes e indeterminados.»

El capote se convierte en la nueva razón para vivir otra vida más original. Así como el enamorado busca vivir con una persona que de alguna manera sea su otro yo, su copia, su doble, así Akaki proyecta su ilusión y su destino en el capote nuevo. Este inédito trastorno vital casi acaba con su vida anterior —monótona y rutinaria, copiada una y otra vez—: «Estas divagaciones [las ideas ilusionantes sobre el nuevo capote] estuvieron a punto de distraerlo en su trabajo. Una vez le faltó tan poco para cometer un error al copiar un documento, que casi se le escapó un “¡huy!” en voz alta y se santiguó.» Pero no llega a salirse del renglón.


Y todo se confabula, como en la verdadera tragedia clásica, para que, irónicamente, el destino cruel se precipite y se cumpla. El director le asigna veinte rublos más de lo esperado. Akaki lucirá al fin su impecable capote nuevo. En esa novedad extraordinaria, los compañeros del departamento burocrático no ven sino un pretexto para el jolgorio y la fiesta, que se celebrará en cierta casa de un cierto funcionario en cierto lugar que el narrador no puede precisar porque «la memoria empieza a fallarnos mucho». Ello obliga a nuestro héroe a recorrer ese San Petersburgo —ese texto ilegible para Akaki— cuyas calles y casas «se mezclan y se embrollan en la cabeza, de modo que resulta sumamente difícil sacar algo en orden de ese caos. De cualquier forma, una cosa hay cierta, desde luego: el funcionario vivía en la parte mejor de la ciudad, es decir, lejos de Akaki Akákievich, quien hubo de recorrer primero ciertas calles desiertas y mal alumbradas». Por esas calles desiertas y mal alumbradas ha de volver nuestro héroe tras la vacía fiesta que, no obstante, le ha llenado de euforia, todo sea dicho, con dos copas de champán. ¡Ah, si hubiera bebido una más! Entonces probablemente el Akaki significante hubiera corrido detrás de cierta personita y quizá otro gallo hubiera cantado. Pero no, el destino manda.

«Akaki Akákievich caminaba eufórico, y hasta hizo intención de echar una carrera detrás de cierta personita que pasó por su lado como una exhalación con un increíble contoneo de cada una de las partes de su cuerpo. Claro que Akaki Akákievich se reportó enseguida y reanudó su pausado caminar, sorprendido él mismo de su inexplicable repente.»

Si Akaki se hubiera atrevido a ser un hombre nuevo, no una imitación de sí mismo... Si el capote nuevo le hubiera servido para enfundarse en una nueva identidad, en otro doble más fuerte y transgresor... Pero bajo el capote sigue refugiado el hombre apocado, el copista que se sigue a sí mismo al pie de la letra —aunque no sin sorprenderse de ese extraño repente— y que no se atreve a decir no: no a la fiesta de sus compañeros, no a quedarse un rato más en ella, no a negar su instinto... Si se atreviera a mirar por dónde va su vida... no hubiera topado (o quién sabe, el destino es el destino) con ese puño cerrado, con ese hombrón con bigotes que le despoja de su esperanza, del capote que quizá (sólo quizá) le hubiera (¡vaya, como la capa de Superman!) conferido fuerzas extraordinarias para vivir una vida superior.

Y la tragedia se consuma. El héroe es asaltado por las fuerzas oscuras (ese hombre bigotudo con el gran puño amenazador) y su capa se escapa. En los momentos supremos de esta tragedia, pareciera que la catarsis también liberara al héroe de la carga de su destino, porque afloran entonces las fuerzas para luchar contra él. El Akaki significante increpa al guardia de la garita, que no ha cumplido con su deber de vigilante. Y cuando acude al comisario, Akaki «quiso al fin dar prueba de su carácter una vez en la vida, declaró rotundamente que necesitaba ver al comisario en persona, que tenían la obligación de dejarlo pasar, que le traía un asunto oficial de su departamento y que, si presentaba una queja contra ellos, ya verían lo que era bueno». El lenguaje también, en correspondencia, es significativo.
Akaki según Kukryniksy

Sin embargo, el engranaje burocrático tritura a quien cae en su maquinaria. El comisario, «en vez de fijar su atención en el punto esencial, se puso a interrogar a Akaki Akákievich —que por qué razón regresaba tan tarde a su domicilio, que si no habría estado en alguna casa de mal vivir—, hasta el punto de que nuestro hombre salió de allí abochornado y sin saber si el asunto de su capote seguiría o no el debido cauce». El culpable no crea el proceso, es el proceso el que crea el culpable. Kafka, que leyó El capote, lo entendió perfectamente.

Nuestro funcionario ha de buscar ayuda en otra parte. Y es entonces cuando se le propone que acuda «a cierto personaje, ya que el personaje, interviniendo cerca de alguien por escrito o de palabra, podía hacer que el asunto avanzara favorablemente». Así alcanzamos la cima de la crítica a la copia, al lenguaje muerto y a la imitación improductiva que corrompe la vida: «Y es que, en nuestra Rusia, todo está contaminado por la manía de la imitación y cada cual remeda y copia al superior.» La crítica se ha hecho nacional, pues; mas no se quedará ahí, pues tiene un alcance existencial.

El personaje, como señala el narrador, «en el fondo era un buen hombre, atento y servicial con sus compañeros; pero el ascenso lo había sacado enteramente de quicio. Equiparado a un general por su rango, se aturulló, perdió la noción de las cosas y no supo ya cómo comportarse». El lenguaje del poder vano e imitativo, casi tautológico, pero efectista, es resumido en las tres frases interrogativas retóricas lanzadas a los subalternos o a los inferiores: «¿Cómo se atreve usted? ¿Sabe usted con quién está hablando? ¿Se da cuenta de quién está delante de usted?» El poder se rodea de tales interrogaciones retóricas como de una muralla ante la cual el sujeto insignificante queda aislado en medio de un silencio impotente y sobrecogedor, imposibilitado para la respuesta. Aunque tras ese bombo retórico no se oculte más que un personaje tras su biombo. A un lenguaje significante se le puede responder, incluso puede hacerlo el hombre más insignificante, pero ¿cómo hacerlo a un lenguaje insignificante? Y por lo demás, muchos son los hombres insignificantes que se han rodeado de lenguajes insignificantes para que nadie pueda rechistarles, o para que parezca que esconden significados profundos.

Como un hombre kafkiano ante la ley, solo, fuera del poder, a la intemperie, el viento helado de la nevisca —el otro gran personaje de San Petersburgo— se le echa encima a Akaki, y le roba el capote de la vida. Antes de morir, el delirio de la fiebre le devuelve y le roba su capote de nuevo, le hace rogar y blasfemar ante su “Excelencia” el personaje, superponiéndose en la agonía el Akaki copista y el Akaki transgresor que nunca llegó a ser... que nunca llegó a ser —en vida. Porque tras la muerte...
Akaki según N. Altman

Porque tras la muerte nada hubiera quedado de Akaki ni de sus cosas (respecto a qué fue de éstas, «confieso que ni aun el narrador de la presente historia se interesó por saberlo»).

«Se llevaron a Akaki Akákievich como si nunca hubiera existido. Desapareció y se perdió un ser a quien nadie amparó nunca, a quien nadie tuvo afecto, por quien nadie se interesó y que ni siquiera llamó la atención[3] de uno de esos naturalistas que no pierden oportunidad de ensartar cualquier mosca común en un alfiler para observarla por el microscopio; un ser que soportó con resignación las burlas oficinescas y descendió a la tumba sin haber realizado ningún hecho relevante, pero que, aunque sólo en sus horas postreras, vio resplandecer su mísera existencia con un rayo de luz en forma de capote; un ser sobre quien descargó luego la desgracia igual que descarga sobre los reyes y los soberanos de la tierra...»

¡Pero he aquí el giro copernicano, rematado con esa última e igualitaria generalización existencial! Nada hubiera quedado de Akaki ni de su paso por la vida terrenal si el Akaki transgresor no hubiera vuelto del más allá, si no se hubiera copiado a sí mismo en su doble: en su fantasma. «Pero, ¿quién habría imaginado que la historia de Akaki Akákievich no terminaría ahí, sino que, a su muerte, sucederían unos cuantos días de ruidosa existencia, quizá como compensación de la que había transcurrido antes tan desapercibida? Sin embargo, así ocurrió y nuestra pobre historia se encuentra de pronto con un final fantástico.»

Akaki retorna como un fantasma arrebatacapas, un fantástico superhéroe vengador. Y naturalmente debía vengarse del causante último de su muerte: del personaje que ya casi teníamos olvidado. «Pero nos hemos desatendido por completo del personaje que en realidad motivó casi el giro fantástico tomado por esta historia, rigurosamente veraz, por otra parte.» Ese personaje que tras la muerte del funcionario sintió cierta compasión y remordimiento por la reprimenda que le había dirigido[4]. Pero que, como la vida sigue, cierta noche decide no volver a casa y sí visitar a su amante («son cosas que suceden en el mundo y nosotros no tenemos por qué juzgarlas». ¡Si Akaki hubiera hecho lo mismo la noche infausta, y se hubiera dejado seducir por aquellos increíbles contoneos...!), y es entonces cuando, siendo conducido su coche en medio de la nevisca, «el personaje notó que alguien le echaba la mano al cuello con mucha fuerza. Se volvió y vio, horrorizado, a un individuo de escasa estatura que vestía un uniforme viejo y raído y en quien reconoció con espanto a Akaki Akákievich. El funcionario tenía el rostro blanco como la nieve y parecía enteramente un cadáver». Y el fantasma le arrebata el capote con estas palabras: «¡Ah, ya te tengo! Por fin..., eso..., te tengo agarrado por el cuello! Tu capote es lo que necesito. Tú no te interesaste por el mío y encima me echaste una bronca, ¿verdad? Pues, ¡dame ahora el tuyo!»
Ilustración de N. Altman para El capote

Satisfecha su venganza justiciera, el fantasma arrebatacapas deja de aparecerse. Akaki puede descansar siendo no ya una copia de sí mismo, sino un hombre nuevo —bueno, digamos su fantasma— que se ha rebelado contra el poder y la injusticia y se ha desprendido de la culpa (ese pecado original que todos copiamos).

Quien no puede descansar es ese otro fantasma, siempre bien encarnado en un hombre alto y fuerte y con bigotes, con un puño que cualquier hombre vivo envidiaría, que siempre se replica, y se pierde en la noche para acabar provocando la perdición de hombres bajitos e insignificantes como Akaki Akákievich, pobres gentes ultrajadas que sólo pueden replicar ante el mal: «Déjenme. ¿Por qué me tratan así?», y cuyas palabras nos emocionan y conmueven hasta el punto de que no podemos sino exclamar «¡Soy hermano tuyo!»

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Pedro Galván Magro, 7 de mayo de 2013




[1] El capote, Nicolái V. Gógol, Anaya, Col. Tus libros nº 85, Anaya, Salamanca, 1989. Traducción de Isabel Vicente.
[2] Esta predeterminación —tan propia de los pícaros— nos recuerda a Lázaro de Tormes, cuyo primer acto de ascensión social fue conseguir sus primeros zapatos. Es curioso que cuando Lázaro quiere luego ascender socialmente para parecer un “hombre de bien”, imitando al escudero, una de las primeras cosas que se compra es una vieja capa.
[3] No es verdad que nadie se interesara por él, al menos tras su muerte. Ahí queda la memoria —que flojea, es cierto— del narrador, la empatía de los lectores, y sobre todo uno de ellos: Kafka. Pues seguramente Kafka se vio él mismo representado en Akaki (incluso en la paronomasia de los nombres), y quizá fue la inspiración para su personaje de Gregor Samsa en La metamorfosis. Kafka sería «uno de esos naturalistas que no pierden oportunidad de ensartar cualquier mosca común en un alfiler para observarla por el microscopio», pero que se sirve de la mosca más inmediata: de ellos mismos. Convierte a Gregor en insecto para aplicar sobre sí mismo su ojo. Gregor es un insecto insignificante como Akaki, de quien nos decía el narrador que «los ordenanzas no es que se levantaran a su paso: es que ni siquiera lo miraban, como si fuese una simple mosca la que cruzaba la antesala». Muchos son los puntos en común entre los dos personajes —y muchos son los ya observados por la crítica—. Es necesario doblarse, desnaturalizarse uno mismo, porque, si tal como dice el narrador de El capote, «nadie puede penetrar en el alma de una persona para saber lo que piensa», ninguna alma es más inescrutable que la propia. Como apunta Dostoievski, en su Diario de un escritor (hablando de cómo los europeos, en sus prejuicios, se imaginan una Rusia insignificante), don Quijote (otro hombre insignificante que decidió volverse significante) «para salvar la “verdad” imaginó personas con cuerpo de babosa». Es lo que don Quijote y Akaki enseñaron a Kafka: a imaginar personas con cuerpo de Gregor Samsa.
[4] Este puede ser el referente del narrador y personaje de Bartleby el escribiente de Herman Melville. Imaginemos, sólo imaginemos, por un momento que el narrador de El capote —de ya menguada memoria—, remordido por la conciencia quisiera descargarla llevando a cabo una justicia poética: concediéndole a Akaki la posibilidad de venganza justiciera para que pudiera recobrar su capote al mismo tiempo que el ofensor cumple su penitencia. El narrador de Bartleby, que no es otro que su benévolo jefe,  de alguna manera también realiza en su hipócrita narración un descargo de conciencia. Y no otra cosa es Bartleby que un Akaki que, sin embargo, renuncia a serlo, que se niega a ser copista, o sea, una copia más dentro de un sistema alienante (y alineante) que nos trata como tal: de ahí el «preferiría no hacerlo» de Bartleby, que no se resigna a ser un hombre insignificante.

lunes, 27 de mayo de 2013

REFLEXIONES SOBRE LA HISTORIA, LA MEMORIA Y LA LITERATURA

REFLEXIONES A VUELAPLUMA SOBRE LA HISTORIA, LA MEMORIA Y LA LITERATURA.
  
   La Historia no es la memoria de los hechos, es la codificación de los mismos. Las señales que conforman el código son múltiples: documentos, archivos, imágenes, monumentos, crónicas (historia de la Historia), contabilidades... Toda señal es signo, y todo signo contiene un significado, como tal interpretable. Por eso la Historia es manipulable.

         A veces la falta de los signos, de las señales de la Historia, se suple o complementa con la memoria histórica. Durante la Edad Media peninsular, la memoria histórica de “la España perdida” por la invasión árabe alimentó generaciones enteras: la memoria histórica fue un verdadero motor para la Reconquista. ¿Cómo pudo perdurar esa memoria durante siglos? Porque el tiempo al que hacía referencia no se consideraba cerrado hasta que, completándose el círculo, lo perdido volvió a ser recuperado. Cuando la Reconquista ya era prácticamente un hecho, la Historia también fue reconquistando el lugar de la memoria, y lo que aún persistió de ésta no fue ya sino su leyenda.


En este curso de Filosofía y literatura nos hemos centrado en nuestro tiempo, un tiempo cuyo aspecto también es aún imperfectivo. Señala Carlos Thiebaut que el pasado está abierto y por tanto se puede rescribir; en efecto, hasta que la Historia en cierto modo lo fosiliza. Cuanto mayor es la pérdida de la memoria, paradójicamente mayor es la ganancia de la Historia. Ocurre que a veces la Historia se da prisa en escribirse, porque ha de servir de justificación al tiempo histórico y a sus hechos; pero en esos casos su construcción se levanta sobre cimientos poco profundos, de manera que la memoria puede actuar como elemento demoledor. Un caso ejemplar es el de nuestra Guerra Civil del 36. Tras ésta, la Historia se escribió, de una manera u otra, en letras de bronce o grabadas en mármol. Sin embargo, sobre su escritura actuó desde el principio el óxido corrosivo de la memoria, lo que impidió una fosilización perenne. Una memoria histórica subyacente estaba inscrita en las mentes de los que vivieron y sufrieron la contienda: una memoria mayoritariamente silenciosa, y no sólo por el temor a posibles represalias, pues también afectó en gran parte a los “vencedores”. Los que hemos vivido en pueblos pequeños sabíamos que el tema de la guerra, y quizá aún más el de la postguerra,  era, en el ágora, tabú (algo que hemos confirmado en nuestras conversaciones adultas con compañeros de distinta procedencia), si bien en los ámbitos privados no necesariamente hubo de ser así. Nada se había olvidado, lo que ocurría era que no se quería rememorar, es decir, significar, convertir la memoria en signo y darle un significado a lo que a todas luces se entendía generalmente como un sinsentido. Era una forma, al fin y al cabo, de negar la Historia oficial, aquella a la que se había dotado de sentido con signos y símbolos.

Niños jugando a los fusilamientos durante la Guerra Civil

La Historia inacabada o no cerrada, por escribirse en un tiempo en que aún no ha ocupado el lugar de la memoria o se ha asimilado a ésta, podemos llamarla Historia imperfecta (o, si se quiere, imperfectiva, en analogía con lo escrito en un tiempo verbal con aspecto imperfectivo).


Ahora que en nuestros días, en España, esa Historia que se intentó consolidar, fosilizar al cabo de los años, dado su carácter incierto, se quiere rescribir (pues sigue estando abierta, imperfecta), se pretende hacerlo con el material de la memoria histórica, dotando a ésta del rasgo de señal histórica, y, por tanto, como elemento del código de una nueva Historia; esto implica que pueda así rescribirse, y siempre —recordemos— interpretarse, mientras no se fosilice del todo (la memoria en la Historia, como el insecto en el ámbar). Ello no es algo necesariamente negativo en una sociedad madura y libre que sea capaz de absorber las distintas memorias (incluso una memoria está configurada de memorias); pero mucho nos tememos que la nuestra no lo es. Y una prueba evidente de ello es que se niega tanto a los historiadores que reivindican “una” memoria histórica como a aquellos que revisionan “otra”. Una nueva guerra civil incruenta de memorias. Además, la judicialización y administración de la memoria convierte a ésta en hechos de memoria, no en memoria de los hechos; siendo hechos se buscan culpables y víctimas, testigos, condenas y se administra el proceso... ¡Qué pinta, por ejemplo, un juez —casi tres cuartos de siglo después— abriendo una investigación sobre las fosas del franquismo! Lo mismo que pintaría otro enjuiciando las persecuciones estalinianas al POUM o los fusilamientos de Paracuellos.

Estamos ante la memoria de esos hechos, no ante los hechos mismos. La memoria histórica vuelve al pasado y cree estar presente de ese modo en el pasado mismo y, en consecuencia, puede sentir la tentación de manipularlo o rescribirlo, para significarse como Historia. Sin prejuicios ni juicios históricos, pasado el tiempo, la disociación entre hecho y memoria debería permitir a una sociedad la serena rehabilitación tanto de lo primero como de lo segundo. La sociedad civil, apoyada —no dirigida— por las instituciones es la que ha de promover la recuperación de los muertos de las fosas, la necesaria reivindicación de la dignidad de las víctimas, la aclaración de sucesos siniestros... debe contribuir al Memorial de memorias colectivo y civil que ha quedar como hito de la Historia. Necesitamos una sociedad capaz de vincular otra vez la memoria a los hechos para, inversamente, poder devolver a los hechos la rememoración, libre de culpas y rencores, que permita la construcción de una Historia sin gusanos ni termitas que la devoren, una Historia que permita conformarse como un solo signo con un solo sentido: el del horror que no hemos de volver a repetir. No hay que tener miedo a la memoria ni a las revisiones, sino a los hechos. El problema es que, si se instrumentaliza la memoria para rehacer los hechos, podemos perder la memoria de los hechos reales y volver a repetirlos. Sería la historia de nunca acabar.

         El silencio de la memoria y su posterior “recuerdo” (más o menos significativo) no es privativo de España. Alemania es un caso bastante semejante. Tras la Segunda Guerra Mundial los supervivientes alemanes hubieron de aceptar —entonando el mea culpa o no— una Historia que ellos no habían escrito, aunque sí protagonizado: la Historia de los aliados vencedores. Los alemanes asumieron esa Historia (rubricada con los procesos de Nuremberg) mientras enterraban en las ruinas los hechos y, en lo posible, su memoria (y tampoco sólo por temor). Hechos y memoria estaban aún bastante asociados. Y mientras ambos lo estuvieron los sentimientos de culpa y victimización también estuvieron coligados. Los alemanes de la guerra se sentían al mismo tiempo culpables y víctimas. Por eso incluso alemanes que participaron, dentro de la tipificación de Nuremberg, en crímenes de guerra, ni siquiera se habían molestado en ocultar sus identidades. Convivían con sus vecinos bajo un mismo manto de silencio que ocultaba la rememoración. Cuando la disociación se produjo en las generaciones siguientes, entonces la memoria histórica exigió ser memoria de la Historia, y ser algo más que signo: señal que señaliza a los culpables: la generación de los padres. Los procesos de Frankfurt  en los años 60 fueron una muestra de ello. Alemania se juzgó a sí misma culpable. Esa judicialización era necesaria, pues para la víctimas hechos y memoria seguían unidos, y era necesaria una reparación que permitiera al fin separarlos para su superación. El problema alemán —y europeo, pues Europa no se ha cuestionado nunca sus guerras, sí la de los demás— es que, al declararse culpable y renegar del sentimiento alternativo de víctima, también judicializa (¡casi siete décadas después!) cualquier “revisionismo” (para utilizar el término asumido) de la memoria histórica o de la Historia misma. Alemania ha querido acelerar la fosilización de su Historia sin haber significado definitivamente su memoria histórica, debido a lo cual aquella no ha quedado bien cerrada en un tiempo perfectivo. Ejemplo de ello son los procesos contra revisionistas alemanes o la polémica desencadenada a partir de la publicación de El incendio, del nada sospechoso de negacionismo Jörg Friedrich.

Matanza de Lidice (Checoslovaquia), en junio de 1942
Las sociedades traumatizadas no asumen fácilmente desligarse de unos hechos que se han fosilizado pronto y mal desde una sola perspectiva histórica y que han redireccionado —o contaminado si queremos a posteriori— la memoria de los mismos. Basta mencionar las críticas feroces que recibió Hanna Arendt en Israel cuando, como cronista del proceso contra Eichmann, publicó Eichmann en Jerusalén, y evidenció la responsabilidad de los Consejos Judíos en el Holocausto.

         Un intento de trascender la dualidad conflictiva entre Historia imperfecta y memoria histórica puede ser una tercera vía: la literatura. Una literatura que se consagra a la historia de la memoria. La historia de la memoria en sí misma es un ejercicio ficcional y estructural. Con los retazos de la memoria (el cúmulo de vivencias, experiencias, conocimientos de las Historias y de la memoria histórica...) es posible entretejer la historia de la misma, es decir, el relato de la memoria, tanto de la memoria histórica como de la memoria de la Historia, desde la perspectiva del narrador de la memoria (con todas sus posibilidades). En su condición de relato de la memoria es donde la literatura puede suplir el “sentido unidireccional” de la Historia (sea cual sea, perfecta o imperfecta) y el “sinsentido” de la memoria histórica que quiere equipararse a memoria de la Historia para así poder significarse. La literatura pretende en muchas ocasiones su propia descodificación de la realidad mediante una codificación de lo ficcional. Como señala Jacques Rancière  en El reparto de lo sensible. Estética y política: «Lo real debe ser ficcionado para ser pensado». El signo literario, dado su carácter polisémico y connotativo, puede superar los “sentidos unidereccionales”y los “sinsentidos” fragmentarios. El signo literario permite, no reinterpretar ni revisionar, sino interpretar y visionar los hechos sin apechugar con ellos. Tiene esta ventaja: vencer la resistencia de la “eticidad”. La literatura (en mayor medida que el cine, la pintura, la fotografía u otras artes) no implica una ética interna (y, tal vez, ni siquiera externa). Es cierto que la confusión de ética y moral ha provocado procesos famosos. ¿Quién condenaría moralmente hoy a Emma Bovary?, ¿quién a Madame Bovary o al propio Flaubert? Las flores del mal pueden crecer libremente (todavía) en los jardines de Occidente, si bien, en otros lugares más exóticos es más peligroso que la siembra de opio (baste recordar el caso de Los versos satánicos de Salman Rushdie). Que no implique una ética (de autor o de obra) no nos exime de la discusión sobre su posible necesidad; un caso significativo es la polémica en Francia sobre si se debería conmemorar el 50 aniversario de la muerte de Louis Ferdinand Céline el mes de julio de 2011.

Louis-Ferninand Céline
        
         No se trata de narrar la Historia al modo de la novela histórica. Ésta lo que pretende es simular la Historia perfecta: un simulacro híbrido entre lo ficcional y lo histórico. El simulacro suplanta a la Historia cerrada mediante un relato que quiere liberarla, resolverla imperfectivamente. Sobre todo con el recurso de la impresión de veracidad histórica más que de realidad, desea narrar lo que pudo ser porque nos gustaría que así fuese. No se crea la Historia, se recrea en cartón piedra, se reinventa de algún modo para dar la sensación de veracidad; dicho de otro modo, se trata de ponerle hojas verdes de plástico al árbol fosilizado para que parezca el árbol de la vida, de liberar el insecto del ámbar; para dotarlos de nuevos significados y sentidos. No es extraño que el Romanticismo desarrollase la novela histórica: el romántico (a su manera racional) gusta de encontrar sentido al sinsentido, aunque el sentido sea el propio sinsentido de las cosas. La Historia se subjetiviza, y ya sean los individuos o los pueblos, se protagoniza. El romántico aspira a ser el protagonista de la Historia igualmente que lo es en cuanto a la Naturaleza, con la intención de lograr el anhelo de vida y libertad plenas. Para el románrico sólo lo imperfecto es perfecto, por eso crea monstruos con retazos de vida. La novela histórica es el monstruo de Frankestein de la literatura, al mismo tiempo tan vivo y tan muerto. En nuestro tiempo, tan imperfectivo en la mente de las gentes, ahora que el fin de la Historia queda otra vez lejano, este género cobra nueva vida en formas no menos monstruosas (en el sentido de ir contra el orden regular no ya de la naturaleza, sino de la Historia). Creo también que la novela histórica es igualmente un intento de dotar a la Historia de memoria, y, en consecuencia, de identidad (otra pretensión tan romántica y moderna); el problema es que el monstruo no se recuerda a sí mismo, sino a los muertos de que se compone. Por eso la novela histórica raramente rebasa sus límites genéricos. El sueño de la Historia produce monstruos de poco recorrido.

         Tampoco nos referimos a la narración de la intrahistoria al modo realista y noventayochista. Podemos crear personajes intrahistóricos que, en el entramado histórico imperfecto, nos permita seguir el hilo de los hechos de la Historia perfecta, como Galdós en sus Episodios Nacionales. Meterse en la Historia, como un viaje en el tiempo, no es otra cosa que un vivir para contarlo: en cierto modo una memoria de la Historia también reinventada y rescrita. Eso es novelar la historia de la Historia. En cierto modo lo que propone —con distinta intención— García Márquez en Los funerales de Mamá Grande: «Es hora de contar los pormenores de esta conmoción nacional antes de que lleguen los historiadores.» En la intrahistoria se relata el tiempo de vida del insecto atrapado en el ámbar de la Historia. Creemos entender la memoria de la Historia perfecta, pero lo que en realidad se significa es la memoria de la memoria imperfecta de la Historia.
Don Benito Pérez Galdós

         A lo que nos estamos refiriendo al hablar de la literatura como historia de la memoria es al relato que trata no de contar, reinventar o rememorar la Historia perfecta, sino la percepción imperfecta que tenemos de ella en el tiempo de nuestra memoria. La historia de la memoria no es absoluta ni cerrada, porque la memoria nunca lo es; es selectiva, parcial y fragmentaria, sin una identidad claramente definida, imperfecta. Exige una narración múltiple, muchas veces diversa, a veces colectiva, repetitiva, contradictoria, dudosa e incierta. Así es la literatura moderna, y así es la historia de la memoria moderna. Todo ello intensificado cuando la historia de la memoria se conforma como signo y relato de tiempos terribles. Algo así es lo que han pretendido —fallidamente en parte— obras sobre la Guerra Civil o la posguerra como Soldados de Salamina, de Javier Cercas, o, de otro modo más puramente ficcional, Los girasoles ciegos de Alberto Méndez. Es lo que podemos encontrar en diversos textos literarios europeos marcados por la Segunda Guerra Mundial o sus efectos (recordemos, por ejemplo, algunas obras de W. G. Sebald; A paso de cangrejo, de Günter Grass; o desde otros supuestos Vida y destino de Vasilii Grosman). La historia no la percibimos en el envés de su entramado intrahistórico imperfecto, ni en el tapiz histórico perfecto, sino en la impresión —imperfecta como tal— que queda en nuestra memoria del propio tapiz. No novelamos ni lo que desearíamos que fuese nuestra memoria histórica, ni la historia de la Historia; nuestra pretensión es relatar nuestra historia de la memoria de la Historia. Nos hemos olvidado realmente del insecto y del ámbar: relatamos nuestra historia, esa triste historia en que tenemos la impresión de que nuestra memoria nos acabará recordando que somos el insecto que cae en la trampa del ámbar. Olvidamos la Historia perfecta para recordar la historia imperfecta de la memoria que, en busca del pasado, siempre avanza hacia el futuro: para poder recordar o rememorar necesitamos futuro; en la historia está el pasado, en la memoria el futuro.

Sin embargo, no pensemos que la historia de la memoria siempre se ha formulado modernamente. La Ilíada de Homero no es Historia, no es intrahistoria, no es novela histórica, no es memoria de la Historia (pues no trata de recomponer significativamente la Historia a través de la memoria de los hechos), es, si se me permite, también historia de la memoria; pero una historia perfecta de la memoria. El relato homérico intenta historiar la memoria que debe guardar el futuro perfecto de los aqueos, no el pasado; es la historia de la memoria cierta que debe prevalecer. Algunos de los cantares de gesta medievales tienen una función semejante: el Cantar de Mío Cid no trata únicamente de ensalzar las virtudes del héroe Rodrigo Díaz de Vivar, sino de generar un sentimiento de heroicidad en Castilla, y sobre todo —he ahí la carga ideológica perfecta y futura de todo su extenso relato ficcional— prevenir a los castellanos (sin mucho éxito, indudablemente) contra la rancia nobleza leonesa, que traicionaría los modos de vida y organización del antiguo condado en cuanto se consumase la unión, en analogía con la afrenta de Corpes. Y hablando del condado de Castilla, el Poema de Fernán González, ¿acaso no es una historia perfecta de la memoria mesiánica del personaje que se confunde y asimila con la de su pueblo? Son obras encaminadas al futuro, más que al pasado.

Más arriba hemos mencionado la no necesaria eticidad expresa de la literatura. Gracias a ello, sin escandalizarnos, podemos ampliar las perspectivas de las distintas historias de la memoria. El silencio es cómplice del pasado cuando nos impide hablar para el futuro. La historia de la memoria puede significar la literatura del daño, porque no está presa del pasado (aunque pueda estarlo del futuro); así puede encontrar su libre expresión, en un lenguaje no atado al horror, aunque sí entintado por él. El lenguaje ya no está fosilizado tampoco y, por tanto, tampoco el pensamiento. Günter Grass escribe en su obra citada más arriba: «Nunca deberíamos haber silenciado este sufrimiento [el del pueblo alemán durante la Segunda Guerra Mundial] solo por el hecho de que nuestra culpa era omnipresente y nuestros lamentos ocuparon todos esos años, mientras dejábamos que la ultraderecha se apropiara de esa realidad». Cuando Borges, al poco de terminar la Guerra Mundial, y seguramente con motivo del proceso de Nuremberg, se adentró en la mente del nazi —hombre cultísimo y sensible— Otto Dietrich zur Linde (“Deutsches Requiem”, en El Aleph, 1949), realizó en su relato un ejercicio de comprensión desde dentro, que a los lectores les pudiera servir como historia de la memoria del sinsentido nazi: Otto, que va a ser fusilado al amanecer, relata la historia de su memoria —si bien con una intención justificativa— y declara: «No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo.» Este relato sin duda anticipó novelas como la del escritor francés Jonathan Littell, Las benévolas, las memorias de un oficial de las SS. Lo que queda de esas obras no es la Historia ni su memoria, sino la historia de nuestra memoria sobre ella: el relato que puede dar sentido a los sinsentidos sin obcecarse en la unidireccionalidad ni en el revisionismo ni en la moralidad (la ética siempre está implícita). 

Una literatura que quiera comprender sin obligar a la comprensión, una literatura que no supone ni impone una visión del pasado, sino que propone una visión del futuro. Ahí estaríamos tentando la posibilidad de la literatura de previsión, como la de Kafka, pero eso es materia para otra reflexión. Dejemos que Gregorio Samsa sea todavía un insecto fuera de la gota de ámbar.

Pedro Galván Magro, 28 de marzo de 2011

TRABAJO PARA EL CURSO DE FILOSOFÍA Y LITERATURA (28 DE FEBRERO AL 29 DE MARZO DE 2011). Curso impartido por Carlos Thiebaut, Alfredo Kramarz, Alberto Sebastián Lago, Alberto Murcia y Gregorio Saravia (Universidad Carlos III de Madrid)