NOTAS DE LECTURA
STORM,
THEODOR. EL LAGO DE IMMEN (Y DOS RELATOS MÁS)
Colección Austral, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1948. Traducción de J. Quintana Barlart
Tras las guerras napoleónicas, la
pequeña burguesía alemana provinciana y rural vive en la confianza del
porvenir, en la templanza de una vida segura y rutinaria, en la nostalgia de lo
no vivido aún, en la melancolía de lo que no se pudo ni se puede ya vivir. Como si yo mismo fuera un alemán de esa época, buscando otro libro en mi biblioteca, topo con este de Theodor Storm. - El lago de Immen es un
relato de melancolía genuinamente alemana. Siempre lo que pudo ser y no fue,
aquello que se perdió incluso incomprensiblemente. Esos lirios del agua en
medio del lago Immen, a los que casi llega a tocar, pero que la atracción de las
profundidades ejerce su fuerza de arrastre para impedirlo.
Historia de amor imposible, cuando, sin embargo, todo era posible. Isabel y Reinhard, que buscaron de niños las fresas silvestres en el bosque, que conservan las flores de brezo ajadas en un álbum, entre canciones que ya no se deben cantar.
Reinhard quiso llegar hasta el blanco lirio del agua, resplandeciente en medio de las aguas sombrías del lago de Immen. Una noche se adentra desnudo en la aguas; nada y nada, alejándose de la orilla, pero los lirios del agua parecen alejarse de él.
«Resistiéndose a abandonar la empresa, nadaba siempre con más brío en
la misma dirección. Por fin llegó tan cerca de la flor, que ya distinguía
claramente resplandecer a la luz de la luna sus hojas plateadas; pero al propio
tiempo se sentía como prendido en una red, pues los tersos tallos de las
plantas que había en el fondo alargábanse y se extendían sobre sus miembros
desnudos. Aquellas aguas desconocidas cerrábanse sombríamente en torno suyo. De
pronto, le asaltó en aquel extraño elemento un raro temor, y arrancándose con
violencia del espesor de las plantas acuáticas, emprendió, rápido y jadeante, el
retorno a la ribera. Cuando desde aquí miró nuevamente hacia el centro de las
aguas, volvió a ver, como antes, el lirio lejano y solitario en medio de la
sombría profundidad...»
Porque
tal vez se pierde aquello que, estando al alcance de nuestras manos, nos
empeñamos en convertir en irreal, en deseo inalcanzable. ¿Qué sentido tiene esa
figura de mujer, blanca como el lirio, que Reinhard ve una noche? Esa figura
que recuerda el rayo de luna de nuestro Bécquer. «A medida que iba acercándose al llamado “banco del
atardecer” pareció distinguir entre las ramas de un abedul una blanca
figura femenina. Estaba inmóvil y, según creyó a medida que se aproximaba,
vuelta hacia él. Parecía como si estuviera esperando a alguien. Creyó que era
Isabel. Pero al acelerar el paso para alcanzarla y poder regresar juntos a la
casa a través del jardín, volvióse ella pausadamente y desapareció por una de
las sombrías avenidas laterales.»
Porque todo parece estar predeterminado
por la fatalidad, por la tragedia anunciada. La gitanilla que le toma la copa
al joven Reinhard y canta una cancioncilla que anticipa la fugacidad de la vida
y el amor, la soledad futura de Isabel y del propio muchacho. Muchos años
después, cuando la juventud ya ha pasado, y solo quedan la melancolía, la
nostalgia, la tristeza por la felicidad que pudo ser, la felicidad perdida…
vuelve a aparecer una muchacha mendiga que vuelve a cantar la cancioncilla “luego,
muy sola / debo morir…”.
Al
final, «el anciano continúa sentado en el sillón, con las manos cruzadas,
mirando delante de sí el vacío del aposento. A su alrededor va precisándose
poco a poco la sombría oscuridad en un lago ancho y profundo. Las negras y
dilatadas aguas se extienden a lo lejos, tan lejos que la mirada del anciano
apenas alcanza su límite. En medio de ellas flota, solitario, entre sus anchas
hojas, un blanco lirio de agua.»
El
blanco lirio del agua, la flor azul de Enrique de Ofterdingen… las flores que
brillan mientras nosotros nos ajamos.
-
En Viola tricolor se desarrolla la lucha entre la esposa y madre muerta (María)
con la nueva esposa y madre viva (Inés). La pugna entre los vivos y los
muertos. El retrato de la difunta María preside no sólo el despacho, la casa
entera. Y su hija Nesi llama mamá, pero no madre a su nueva madre. Es necesario
que Inés roce la muerte tras dar a luz a una nueva niña, para que comprenda que
los muertos no mueren nunca del todo mientras vivan sus vivos, y que se puede
convivir con ellos. Entonces lo comprende. Como Rodolfo, su marido, que le dice
a Inés, estrechándola contra su pecho:
«”Hagamos
lo mejor que el momento exige de nosotros. Este es el mejor ejemplo que un
hombre puede ofrecerse a sí mismo y a los demás”. “¿Y qué es?” “¡Vivir, Inés!
Vivir tan bien y tanto tiempo como nos sea permitido.”»
Theodor Storm House, Husum, Mecklemburgo-
En Mi primo Christian todo es más amable. La lucha de los vivos con los
vivos se establece entre la vieja criada Carolina y la futura esposa del primo
Christian, Julia. Carolina es celosa de la soledad segura y cotidiana de
Christian, y recelosa ante la intrusa. Julia es inocente, sin doblez alguna;
Carolina inocente, pero desconfiada. Carolina no tiene el corazón sencillo de
la pobre Félicité de Flaubert. A falta del loro Lulú tiene a Christian. Y ella
misma tiene algo de ave rapaz cuando se la describe al comienzo, en las
palabras que la madre de Christian le dirige a su hijo antes de morir,
pidiéndole que mantenga a la sirvienta en casa: “Te diré que con sus ojos
redondos en el ancho rostro y con su nariz
curvada sobre la hendidura de la boca, más bien se me figura un viejo
búho y tú ya sabes que ese pajarraco ocupa un lugar nada secundario en el reino
animal”. El narrador, cuando la sirvienta Carolina pasa las noches en vela,
sospechando que la inocente Julia no lo sea tanto, la halla “acurrucada en el
extremo del lecho, como si fuera un mochuelo”; su propio “aposento más bien
parecía el nido de una lechuza, y las plumas de edredón esparcidas por el suelo
simulaban los restos de las aves devoradas.” Carolina, ave rapaz para Julia
Hennefeder. Hennefeder, que significa “pluma de gallinas”.
Christian, que no se da cuenta siquiera,
en medio de su vida rutinaria, de si debe casarse o no, recuerda a esos otros
personajes pequeño-burgueses provincianos como Tiburius Kneight, en El sendero en el bosque , de Adalbert Stifter, que leí
no hace mucho. No sé cuándo se escribió este relato de Storm, pero tiene el
mismo espíritu de época del relato de Stifter, escrito en 1845. El lago de
Immen apareció en 1850. Personajes que no ven más allá de sí mismos y de su
vida ordenada conforme a sus costumbres. Tiene que haber alguien, desde fuera,
que les desvíe de su inercia para que se den cuenta de que hay vida ahí afuera;
así el doctor un tanto extravagante de El sendero… y el tío senador en el
caso de Mi primo Christian.
La vieja Carolina, al fin y al cabo
fiel sirvienta, será nuevamente domesticada por el niño que nace de la feliz
pareja.
Bien
pudo el tío senador cantar la vieja canción en medio de la ebriedad de aquella fiesta
de compromiso: “¡Del alto Olimpo viene la alegría!”. Porque tal como luego escribió
Claudio Rodríguez, en su Don de la ebriedad, “Siempre la claridad viene
del cielo”.
Casa de Theodor Storm en Hademarschen. Grabado de Fürst