lunes, 6 de septiembre de 2021

UN POCO DE AZUL EN EL PAISAJE, DE PIERRE BERGOUNIOUX. EDITORIAL MINÚSCULA

 

«En la encrucijada de Rouffiat, hay un desgarrón en la luz, la sombra de una desesperación. De la misma manera que no se tenía la posibilidad de proteger a la infancia de la desgracia y del miedo, de los rigores del hielo, del lobo, de la ignorancia, tampoco se podían tomar en consideración las implicaciones personales, esas cosas inmateriales, pero en absoluto irreales, que se llaman sentimientos. La tierra cruel, la precariedad de la vida material, la durísima ley de las transmisiones no permitían que se siguiera el camino al que el gusto, un día, empuja a cada cual. Marie V. era hermosa y buena. Sabía perfectamente, a los veinte años, qué quería. Pero no fue a la derecha, en el cruce, hacia las alturas donde vivía aquel a quien tenía en alta estima. Fue a la izquierda hacia donde la arrastraron, pese a sus gritos y sus lloros, para casarla contra su voluntad. Y cuando dijo no, delante del alcalde, las familias cómplices ahogaron juntas a su voz, aseguraron, muy fuerte, que era sí lo que había dicho.»

Este es un párrafo extraído de Un poco de azul en el paisaje, de Pierre Bergounioux, en el capítulo “Millevaches”, publicado por la Editorial Minúscula, número 49 de la colección Paisajes Narrados.



La Corrèze, en el Lemosín, raíces, tocones y ramas de quienes no abandonaron estas tierras cuyos ríos no conocen el Sena. Bergounioux retorna a su origen desde ese viaje a la otra parte de la vida que siempre es París. No todas las infancias son iguales, cada una tiene su adulto que la recuerda a su manera. Años cincuenta del pasado siglo, tras la guerra ganada, en realidad perdida.

Yo he recorrido ya en este siglo XXI estas tierras de La Corrèze. El tiempo ha suavizado lo salvaje, sin llegar a esa conjunción de pradera verde y bosque breve, de desconfianza y politesse que algunos llaman la dulce Francia. No he podido reconocer en la lectura esos paisajes lemosinos; yo no he vivido allí la infancia, me falta ser su gente, su paisano. Para conocer un lugar no basta visitarlo, hay que haber vivido su pasado, y un poco de presente al menos. Cuando uno va a visitar un lugar siempre encuentra otro. Eso es lo que me ha ocurrido con los paisajes y lugareños de Un poco de azul en el paisaje: pero he revisitado La Corrèze con unos ojos que ahora ya son míos.

martes, 22 de junio de 2021

NOTAS DE LECTURA: EL LAGO DE IMMEN (Y DOS RELATOS MÁS), DE THEODOR STORM

 NOTAS DE LECTURA

STORM, THEODOR. EL LAGO DE IMMEN (Y DOS RELATOS MÁS)

Colección Austral, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1948. Traducción de J. Quintana Barlart

Tras las guerras napoleónicas, la pequeña burguesía alemana provinciana y rural vive en la confianza del porvenir, en la templanza de una vida segura y rutinaria, en la nostalgia de lo no vivido aún, en la melancolía de lo que no se pudo ni se puede ya vivir. Como si yo mismo fuera un alemán de esa época, buscando otro libro en mi biblioteca, topo con este de Theodor Storm. 

- El lago de Immen es un relato de melancolía genuinamente alemana. Siempre lo que pudo ser y no fue, aquello que se perdió incluso incomprensiblemente. Esos lirios del agua en medio del lago Immen, a los que casi llega a tocar, pero que la atracción de las profundidades ejerce su fuerza de arrastre para impedirlo.

Historia de amor imposible, cuando, sin embargo, todo era posible. Isabel y Reinhard, que buscaron de niños las fresas silvestres en el bosque, que conservan las flores de brezo ajadas en un álbum, entre canciones que ya no se deben cantar.

Reinhard quiso llegar hasta el blanco lirio del agua, resplandeciente en medio de las aguas sombrías del lago de Immen. Una noche se adentra desnudo en la aguas; nada y nada, alejándose de la orilla, pero los lirios del agua parecen alejarse de él. 

«Resistiéndose a abandonar la empresa, nadaba siempre con más brío en la misma dirección. Por fin llegó tan cerca de la flor, que ya distinguía claramente resplandecer a la luz de la luna sus hojas plateadas; pero al propio tiempo se sentía como prendido en una red, pues los tersos tallos de las plantas que había en el fondo alargábanse y se extendían sobre sus miembros desnudos. Aquellas aguas desconocidas cerrábanse sombríamente en torno suyo. De pronto, le asaltó en aquel extraño elemento un raro temor, y arrancándose con violencia del espesor de las plantas acuáticas, emprendió, rápido y jadeante, el retorno a la ribera. Cuando desde aquí miró nuevamente hacia el centro de las aguas, volvió a ver, como antes, el lirio lejano y solitario en medio de la sombría profundidad...»

Porque tal vez se pierde aquello que, estando al alcance de nuestras manos, nos empeñamos en convertir en irreal, en deseo inalcanzable. ¿Qué sentido tiene esa figura de mujer, blanca como el lirio, que Reinhard ve una noche? Esa figura que recuerda el rayo de luna de nuestro Bécquer. «A medida que iba acercándose al llamado “banco del atardecer” pareció distinguir entre las ramas de un abedul una blanca figura femenina. Estaba inmóvil y, según creyó a medida que se aproximaba, vuelta hacia él. Parecía como si estuviera esperando a alguien. Creyó que era Isabel. Pero al acelerar el paso para alcanzarla y poder regresar juntos a la casa a través del jardín, volvióse ella pausadamente y desapareció por una de las sombrías avenidas laterales.»

Porque todo parece estar predeterminado por la fatalidad, por la tragedia anunciada. La gitanilla que le toma la copa al joven Reinhard y canta una cancioncilla que anticipa la fugacidad de la vida y el amor, la soledad futura de Isabel y del propio muchacho. Muchos años después, cuando la juventud ya ha pasado, y solo quedan la melancolía, la nostalgia, la tristeza por la felicidad que pudo ser, la felicidad perdida… vuelve a aparecer una muchacha mendiga que vuelve a cantar la cancioncilla “luego, muy sola / debo morir…”.

Al final, «el anciano continúa sentado en el sillón, con las manos cruzadas, mirando delante de sí el vacío del aposento. A su alrededor va precisándose poco a poco la sombría oscuridad en un lago ancho y profundo. Las negras y dilatadas aguas se extienden a lo lejos, tan lejos que la mirada del anciano apenas alcanza su límite. En medio de ellas flota, solitario, entre sus anchas hojas, un blanco lirio de agua.»

El blanco lirio del agua, la flor azul de Enrique de Ofterdingen… las flores que brillan mientras nosotros nos ajamos.

- En Viola tricolor se desarrolla la lucha entre la esposa y madre muerta (María) con la nueva esposa y madre viva (Inés). La pugna entre los vivos y los muertos. El retrato de la difunta María preside no sólo el despacho, la casa entera. Y su hija Nesi llama mamá, pero no madre a su nueva madre. Es necesario que Inés roce la muerte tras dar a luz a una nueva niña, para que comprenda que los muertos no mueren nunca del todo mientras vivan sus vivos, y que se puede convivir con ellos. Entonces lo comprende. Como Rodolfo, su marido, que le dice a Inés, estrechándola contra su pecho:

«”Hagamos lo mejor que el momento exige de nosotros. Este es el mejor ejemplo que un hombre puede ofrecerse a sí mismo y a los demás”. “¿Y qué es?” “¡Vivir, Inés! Vivir tan bien y tanto tiempo como nos sea permitido.”»


Theodor Storm House, Husum, Mecklemburgo

- En Mi primo Christian todo es más amable. La lucha de los vivos con los vivos se establece entre la vieja criada Carolina y la futura esposa del primo Christian, Julia. Carolina es celosa de la soledad segura y cotidiana de Christian, y recelosa ante la intrusa. Julia es inocente, sin doblez alguna; Carolina inocente, pero desconfiada. Carolina no tiene el corazón sencillo de la pobre Félicité de Flaubert. A falta del loro Lulú tiene a Christian. Y ella misma tiene algo de ave rapaz cuando se la describe al comienzo, en las palabras que la madre de Christian le dirige a su hijo antes de morir, pidiéndole que mantenga a la sirvienta en casa: “Te diré que con sus ojos redondos en el ancho rostro y con su nariz  curvada sobre la hendidura de la boca, más bien se me figura un viejo búho y tú ya sabes que ese pajarraco ocupa un lugar nada secundario en el reino animal”. El narrador, cuando la sirvienta Carolina pasa las noches en vela, sospechando que la inocente Julia no lo sea tanto, la halla “acurrucada en el extremo del lecho, como si fuera un mochuelo”; su propio “aposento más bien parecía el nido de una lechuza, y las plumas de edredón esparcidas por el suelo simulaban los restos de las aves devoradas.” Carolina, ave rapaz para Julia Hennefeder. Hennefeder, que significa “pluma de gallinas”.

Christian, que no se da cuenta siquiera, en medio de su vida rutinaria, de si debe casarse o no, recuerda a esos otros personajes pequeño-burgueses provincianos como Tiburius Kneight, en El sendero en el bosque , de Adalbert Stifter, que leí no hace mucho. No sé cuándo se escribió este relato de Storm, pero tiene el mismo espíritu de época del relato de Stifter, escrito en 1845. El lago de Immen apareció en 1850. Personajes que no ven más allá de sí mismos y de su vida ordenada conforme a sus costumbres. Tiene que haber alguien, desde fuera, que les desvíe de su inercia para que se den cuenta de que hay vida ahí afuera; así el doctor un tanto extravagante de El sendero… y el tío senador en el caso de Mi primo Christian.

La vieja Carolina, al fin y al cabo fiel sirvienta, será nuevamente domesticada por el niño que nace de la feliz pareja.

Bien pudo el tío senador cantar la vieja canción en medio de la ebriedad de aquella fiesta de compromiso: “¡Del alto Olimpo viene la alegría!”. Porque tal como luego escribió Claudio Rodríguez, en su Don de la ebriedad, “Siempre la claridad viene del cielo”.


Casa de Theodor Storm en Hademarschen. Grabado de Fürst

lunes, 7 de diciembre de 2020

ARPAS Y MANOS DE NIEVE

 

ARPAS Y MANOS DE NIEVE

 

Proust es una magdalena. Una vez que lo has leído, todo aquello que él recuperó en su busca del tiempo perdido, también lo recuperas tú a través de él. Así, cuando yo estaba contemplando las figuras todas del pórtico de la catedral, pronto reparaba en una de ellas y entonces me decía: “esa posee la mano de nieve que despierta el arpa”. Y el arpa era ya el arpa de Proust, porque aquella imagen maravillosa parecía «despertar aquel canto con arpas que entonces se elevaba» sobre las «conmovedoras efigies que ennoblecen para siempre la fachada venerable y seductora de las catedrales», tal como lo escribiría Bergotte. Momentos en que «la sensibilidad, que la dicha hizo callar como arpa ociosa, quiere una mano que la haga resonar, aunque sea brutal, aunque la rompa» (1). Y asimismo el arpa de Proust convertía a éste en un Lázaro que despertaba también el arpa de Bécquer, y la mano que la hace resonar era la “mano de nieve” que arrancaba en mí notas nunca oídas.

(1) Por el camino de Swan, Marcel Proust


Con agradecimiento a www.romanicoaragones.com por la imagen

domingo, 9 de agosto de 2020

LOS OBREROS DE LA TORRE DE BABEL

 

LOS OBREROS DE LA TORRE DE BABEL

Durante años esperamos aquí arriba, ateridos, sedientos y hambrientos. Muy de vez en cuando, cada vez más espaciadamente, llega algún portador con la vasija de agua casi vacía, algún mendrugo duro como piedra, o alguno otro con una carga, si acaso, de dos o tres ladrillos de adobe. Nos sorprendemos, porque apenas si entienden ya lo que decimos, como si hablaran otras lenguas.

PIETER BRUEGEL EL VIEJO: LA TORRE DE BABEL

jueves, 6 de agosto de 2020

TODA FICCIÓN SE INVENTA A SÍ MISMA


Alonso Quijano, a partir de las ficciones que lee, inventa una ficción (don Quijote). Esa ficción inventa un narrador (Cide Hamete). Ese narrador inventa  un autor (Cervantes), que a su vez inventa otros narradores (que para eso es autor), que inventan una narración que a su vez inventa unos lectores, uno de los cuales inventa otro don Quijote, el cual inventa otro autor (Avellaneda), quien a su vez inventa también otros lectores inventados por otro autor (Cervantes) que han leído ese Quijote de Avellaneda y el otro Quijote de Cervantes, lectores que a su vez son leídos por otros lectores que acaban inventando todos los Quijotes apócrifos que leemos desde entonces.

Toda ficción se inventa a sí misma. Porque la ficción siempre supera a la ficción.

El Quijote: ¿La respuesta más genial de la historia de la ...


sábado, 1 de agosto de 2020

LEOPOLDO LUGONES Y EL TALISMAN DE LA DICHA

Hay un maravilloso —en todos los sentidos—, un maravilloso relato de Leopoldo Lugones, “El talismán de la dicha”, en un librito (un pequeño joyero) titulado Filosofícula (1). En ese breve relato un príncipe mogrebino decide buscar el anillo de Salomón, el talismán de la dicha. No contaré sus peripecias ni sus avatares, sólo citaré su doble moraleja final, grabada en el reverso del pectoral de cobre que cubría la momia de Salomón: «Para ser dichoso, no hay más que afrontar el secreto de la muerte. Pídela si quieres.» Y a continuación se ofrece otra opción: «Mas, para no ser desdichado, basta alcanzar con dificultad las satisfacciones de la vida.» El príncipe mogrebino «decidió simplemente no ser desdichado…»

Leopoldo Lugones, tras haber optado por la primera al igual que el príncipe, el 18 de febrero de 1938, en Tigre (Buenos Aires), decidió finalmente afrontar el secreto de la muerte. Como un Sócrates moderno, ingirió whisky con cianuro.

(1) Eneida, colección Confabulaciones, Madrid, 2013


Leopoldo Lugones junto a su esposa Juana Agudelo

miércoles, 15 de julio de 2020

LA SÉPTIMA FUNCIÓN DEL LENGUAJE

La séptima función del lenguaje es lo que el lenguaje no pronuncia, pero se deja decir. Lo que infiere, lo que sugiere, lo que difiere sin referir explícitamente. La séptima función del lenguaje es el silencio, el silencio que habla, es lo que el lenguaje vierte en el silencio, lo que dice el silencio del lenguaje.


domingo, 3 de mayo de 2020

DÍA DE LA MADRE


LA PALABRA

                   A mi madre, Inés, in memoriam

He buscado, madre, la palabra más grande,
la palabra más limpia, la palabra más clara,
la que al pronunciarse crea lo que nombramos
como siempre hacía el Dios de la infancia.
La palabra umbilical que nos da luz y vida.
La que todo lo dice, la que todo lo calla,
la que expresa tan cálida el amor de la lumbre
en los días en que el viento flagela las ramas,
la palabra que es sombra cuando el sol nos derrite,
el agua en la sed, el pan que nos sacia,
la que enfría la frente en el ardor de la fiebre
y ahuyenta de la noche miedos y fantasmas.
La palabra de leche en los labios del niño
que calma su llanto con canciones de nana.
Siempre aquella que alivia el dolor y la pena
con antónimos que ocultan el temblor de su alma.
La que en mayo enciende el color de las rosas
y en los pétalos del tiempo exhala fragancias.
La palabra que todo lo da a cambio de nada.

He buscado, madre, la palabra perfecta,
la madre de todo, de todas las palabras,
y ahora la he encontrado, ahora la pronuncio,
te la digo de nuevo como recién creada,
la primera, madre, la primera palabra.


martes, 22 de octubre de 2019

EN BUSCA DE "EL GRAN MAULNES", EN BUSCA DE ALAIN-FOURNIER

Quien no haya leído El gran Maulnes de Alain-Fournier no puede hacerse una idea de cómo la realidad imita al arte. Habíamos partido de Bourges con un cielo totalmente despejado, un día azul y soleado. Pero según nos íbamos adentrando en la región boscosa cercana a La Chapelle d’Angillon, veíamos a lo lejos, al fondo de la carretera larga y recta, sobre la lejanía frondosa, una gran nube blanca y misteriosa. Al adentrarnos en ella, se convirtió en una niebla mágica e invernal, tal como si hubiéramos penetrado en otro reino y en otro tiempo. Poco a poco la niebla se fue tornando menos densa hasta deshacerse. De ambas orillas de la carretera partían de vez en cuando caminos blancos que luego a su vez se multiplicaban perpendicularmente en las entrañas del bosque interminable. Así es, y así se describe en la novela. ¿Cómo encontrar en ese inmenso bosque laberíntico el dominio fantástico en cuya mansión se celebra esa fiesta, mezcla de sueño y realidad, donde sin duda uno se enamoraría de Yvonne de Galais?



La casa natal de Alain-Fournier se encuentra a las afueras de La Chapelle d’Angillon, en una breve hilera de viviendas paralela a la carretera. No se puede visitar, aún es propiedad privada de la familia del escritor, que sigue habitándola. Es una casa típica francesa con una primera planta cubierta por un pronunciado tejado de pizarra negra. Seis ventanas amplias se abren en la fachada ocre del primer piso, y en la planta baja se cuentan dos puertas centrales y dos ventanas laterales. Un gran portalón abierto a la izquierda da a un generoso patio interior.

El pueblo es pequeño. Pero cuenta al menos con un restaurante abierto, Le Chêne Vert, donde tomamos algo en amena conversación con el dueño, pues somos los únicos parroquianos.


Visitamos luego a las afueras el castillo de Béthune, un respetable château con varios torreones cubiertos con chapiteles de pizarra. Dos grandes mastines, echados sobre el césped a la sombra de un gigantesco abeto, vigilan sin demasiado entusiasmo el patio exterior. 



 El encargado de las visitas es un hombre pelirrojo, con alguna discapacidad en un ojo; nos proporciona las entradas (con una cierta rebaja) y nos conduce pacientemente por las distintas dependencias visitables. Sólo nosotros dos formamos el grupo de visitantes. 

El sitio intenta ser un museo privado que, al mismo tiempo que homenajea a Alain-Fournier y a su amigo Jacques Rivière (quien acabaría siendo su cuñado), muestra el mobiliario y las pretensiones de una antigua y noble familia con château























Las habitaciones están abigarradas de objetos curiosos y de época, de cuadros y cerámicas, de fotografías del joven Henri Alban Fournier —verdadero nombre de Alain—, de Jacques y de otros escritores y artistas de la época. Por algunos de los salones nos deslizamos sobre unas enormes pantuflas con las cuales evitamos rayar el suelo de madera pulida al mismo tiempo que le sacamos brillo. 




Por algunas ventanas de cristal hialino de las habitaciones más nobles, se ve el lago y más allá el bosque que bordea una de los laterales de la mansión. 



En una sala, nuestro guía hace sentarse a Rosa al piano: toca sus teclas y suena una vieja canción; el instrumento dispone de cartones programados con piezas musicales diversas, tales como esos tradicionales organillos de palanca que hemos visto en las fiestas castizas de Madrid.


Antes de despedirnos de nuestro amable guía, éste nos dice que esperemos, que nos quiere ofrecer una pequeña sorpresa: un par de pósteres, cuyo detalle agradecemos de verdad. 



En el patio interior del château, bajo la amplia arcada de una de las alas del edificio, unas cuantas personas trabajan con distintos objetos, seguramente en un proceso de restauración. Nuestro guía nos conduce hacia ellas y la más distinguida, un hombre más o menos de nuestra edad, se acerca a saludarnos y nos agradece la visita y la contribución al mantenimiento y propósito museístico del lugar. Nosotros también le mostramos nuestro reconocimiento por permitirnos visitar su castillo y por honrar a quienes contribuyen a la gloria literaria europea.

Alain-Fournier murió a finales de septiembre de 1914 en acción de guerra, en Les Éparges, muy cerca de Verdún. Contaba 27 años. Un año antes había publicado El gran Maulnes. En 1991 se descubrió su cuerpo enterrado en una fosa común junto a soldados alemanes.
***

lunes, 7 de octubre de 2019

FLAUBERT: VISITA AL PABELLÓN DE CROISSET

24 de julio de 2011, domingo

Abandonamos Mont Saint-Michel, dejamos que se lo sigan disputando bretones y normandos. Quedamos para otro viaje la visita al cercano Cabourg (la Balbec de En busca del tiempo perdido). Ahora vamos en busca de Gustave Flaubert, a Croisset. 

Gustave Flaubert, normando
La parada en Brionne, en el Valle del Risle, nos dice que ya no estamos en Bretaña: el pueblo está algo descuidado, sin apenas flores, con cierta suciedad en las calles y hasta la gente parece más brusca. Hay un mercado donde todo se mezcla, la carne con la ropa, las ostras con las verduras... Y entre el gentío nos quedamos sorprendidos: ¡reconocemos el bigote de Flaubert, y aun su fisonomía, en bastantes parroquianos! Resulta que la imagen estereotipada de los normandos es verdadera. Gustave sigue aquí entre sus paisanos.

El paisaje se va haciendo llano, arisco, mesetario, muy castellano a veces.

Croisset llegamos a la hora de comer francesa. Actualmente es un barrio industrial al oeste de Ruán, y lo único que encontramos para matar el hambre es un búrguer. Logramos luego divisar la pequeña torre de una iglesia y hallamos cerca un bar-restaurante que se llama Le Flaubert; «ya descubrimos las primeras huellas que ha dejado nuestro escritor, no andará muy lejos», pensamos. Esto lo confirma el hecho de que también hemos llegado a la Quai Gustave Flaubert. Pero al cabo del rato, eso es todo cuanto nos indica que este lugar estuvo vinculado al autor de Madame Bovary.

Recorremos la avenida paralela al Sena —una carreterilla flanqueada en parte por una fila de arbolillos, bastante raquíticos para ser franceses— donde se supone que estuvo la casa de Gustave y no encontramos nada. Esta avenida se alarga entre la ladera abrupta de un monte de tierra blanca y el río. Sólo vemos alguna casa que pudiera ser al menos decimonónica, una de ellas una mansión bastante impresionante, pero nada que indique que pueda ser la que buscamos. Entre las casas de vez en cuando surge algún feo almacén, como uno que guarda un montón de camiones cisterna. A los pies del monte, se abren en la tierra blanca algunas oscuras cuevas. A la otra orilla del ancho Sena —como buen río francés— se divisan industrias humeantes y más almacenes y naves con fábricas y grúas portuarias. Preguntamos, pero las dos o tres personas con las que conseguimos topar ponen cara de no saber de qué estamos hablando. Andamos y desandamos la avenida y nada. Luego una pareja de ancianos nos manda otra vez en dirección al restaurante; creemos que Flaubert les suena por el nombre del local. Estamos dando vueltas a lo tonto. Parece que el viejo oso normando no es profeta en su tierra. Y eso que, en los últimos años de vida del novelista, cuando los barcos de pasajeros pasaban ante la casa del ermitaño de Croisset se la señalaba como una atracción turística. 

Al fin, un joven nos indica que sí, que hay un bapellón-museo Flaubert siguiendo la acera de nuevo en dirección contraria. Lo habíamos pasado antes y no habíamos visto la placa de chapa oscura que lo identifica, en la pared exterior del pequeño pabellón, bajo los dos ventanales con contraventanas azules que miran al Sena. Y sobre estos, en el centro, bajo el saliente del tejadillo, un alto y pequeño cartel difícil de leer, pero que reproduce palabras de su antiguo dueño sobre la antigua casa:


«J’ai quelque part une maison blanche... J’ai laissé le mur tapissé de roses et le pavillon au bord de l’eau. Un chèvrefeuille pousse sur le balcon de fer. A une heure du matin, en juillet, par le clair de lune. Il y fait bon venir voir pêcher.... Gustave Flaubert»

La cancela de la puerta está abierta y penetramos en un jardín. Hay una casita a la derecha, con tejados salientes a dos aguas de un color rojizo desvaído ya en gris, rotos por dos ventanas abuhardilladas también con tejadillo circunflejo, al igual que el de la puerta de entrada que está bajo ellos. En su pared frontal la casita se asoma al río por un pequeño balconcillo de madera y, bajo éste, por una amplia ventana acristalada de medio punto. Una chica joven de aire tímido es la guía del museo. Pero esta casa, que habíamos creído la maison del escritor, es en realidad el refugio del guarda; la casa de Flaubert fue derruida y no queda nada de ella salvo el pabellón de lectura, que es lo que visitaremos. Se trata de la estancia donde Flaubert leía en voz alta el fruto de su escritura, para comprobar su eufonía y su ritmo. Ahí debió de leer, en 1849, La tentación de San Antonio a sus amigos Maxime Du Camp y Louis Bouilhet, durante varias largas jornadas, y ahí le sugerirían éstos que renunciase a La tentación y apostase, por ejemplo, por novelar el caso Delamare, de donde trascendería Madame Bovary.


El jardín se extiende sobre dos bancales; cada parterre está separado por un seto en demasía abigarrado de hierbas y flores, y ambos se comunican por una escalera central de unos pocos peldaños. El nivel superior frena la caída de la ladera del monte con una fila de árboles ante el muro de fondo; y otros árboles cobijan con su sombra algunos bancos dispersos, como en el nivel inferior cubierto de césped.

El pabellón es pequeño, una sola estancia cuadrada. A través de los dos ventanales frente a la puerta de entrada se observa cómo fluye el Sena y sobre el Sena los barcos, y se ve cómo el paso del tiempo ha hecho mella en la otra orilla, cambiando el paisaje bucólico que siempre imaginamos por almacenes e industrias. Flaubert se bañaba muchas mañanas en el río; hoy no creo que se atreviera. Otros ventanales a la izquierda miran al jardín y a la casita del guarda. Sobre la pared derecha, entre otras cosas, cuelga un cuadro de lo que fue la maison de tejados azules de Croisset (donde a su izquierda se adivina el pabellón superviviente) y, al imaginarlo, uno vierte el pasado sobre el presente como azúcar en el café. A su lado, también desde otro marco, Flaubert en persona parece mirarnos como intrusos con la cierta mala leche que le da su bigote normando. Las paredes libres de vanos, también apoyan alguna librería y estanterías en madera de roble con libros, bustos y estatuillas, y unas vitrinas con objetos de Flaubert o vinculados a él: manuscritos, varios utensilios cotidianos como su pipa, ceniceros, y alguno curioso como una rana o sapo de bronce que no sabría uno discernir si es pisapapeles o tintero. El centro de la habitación está presidida por la mesa de trabajo circular y su sillón, al parecer el mismo en que se sentaba nuestro escritor para hacer sus correcciones después de haber leído sus textos en voz alta dando vueltas por el pequeño habitáculo. En un libro de visitas sobre la mesa, dejo unas palabras escritas con la misma emoción que si supiera que Flaubert las leería en viva voz, corrigiéndolas tal vez.


Luego, cuando ya había abandonado Croisset, caeré en la cuenta de que no había visto el loro, el loro embalsamado de Flaubert. Y lo siento como un pecado por omisión. Rosa, en cambio, más observadora que su marido, sí que se había percatado. ¡Hay que estar al loro!

Vista del Sena desde el pabellón de Flaubert en Croisset

sábado, 5 de octubre de 2019

VICTOR HUGO: CASA NATAL

CASA NATAL DE VICTOR HUGO EN BESANZÓN 
MAISON NATAL DE VICTOR HUGO (BESANÇON)

Besanzón, en la época del nacimiento de Victor Hugo
Decidimos parar —por segunda vez— en Besanzón (Besançon) para ver la fortaleza y la casa natal de Victor Hugo, pendientes de la última visita. La divisa oficial del lugar es Utinam, que traducen los franceses como «Plût à Dieu». 

Porque sí, en esta apartada ciudad provinciana, tan lejana del gran París, nació el gran Victor Hugo: «Alors dans Besançon, vieille ville espagnole […] Cet enfant que la vie effaçait de son livre, / Et qui n'avait pas même un lendemain à vivre, / C'est moi.», al decir del propio escritor.

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Victor Hugo, en su vejez

Los accesos al casco histórico de la ciudad -una península circundada por el meandro del Doubsestaban en obras, las calles levantadas como en una revolución, cortadas unas, partidas otras, cerradas las más, desvíos y más desvíos que dificultaban el dirigirse a lugares concretos. Cruzamos un puente. Las calles no estaban ya tan solitarias como entonces, pero la urbe aún presenta esa decorosa, impersonal e indiferente decadencia tan característica de algunas ciudades francesas, donde los relojes se han quedado sin cuerda, con el tinte de la grisura especial, ocre y azulada, que le confiere la piedra calcárea de Chailluz.


Besanzón guarda restos romanos, entre ellos, en un recoleto y escondido parquecillo, las ruinas de un teatro romano; la Porte Noire, un arco del Triunfo romano (erigido en tiempos de Marco Aurelio) que abre la puerta a la apática catedral neoclásica de Saint-Jean (aunque se levantara primeramente como románica en el siglo XII sobre una construcción carolingia del IX). El templo no es gran cosa, pero al menos cuenta con dos órganos, un gran reloj astronómico y el altar circular de mármol blanco con la Rosa de San Juan (el monograma de Cristo con la inscripción, en latín, “Este signo da al pueblo el Reino de los Cielos”).


En aquella primera visita no nos habíamos percatado de la casa Baratte, que así llamaban, por su muy antiguo propietario, al edificio donde naciera el autor de Los miserables. La maison natal de Victor Hugo, sita en la pequeña plaza que lleva hoy día su nombre, está a tiro de piedra y cuesta abajo de la catedral, y vecina de las ruinas románticas del teatro romano. 

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En la fachada grisácea, la puerta está flanqueada por dos amplios portalones arqueados. Sobre esa planta baja se alzan dos plantas simétricas, con tres altas ventanas en cada una; y sobre ellas un techo abuhardillado, de teja plana roja, con las chimeneas proyectándose hacia el cielo. Un edificio muy, muy francés.  


En la recepción nos atendieron muy amablemente, eso sí lo recuerdo bien; se nota que estaban encantados de recibir visitantes. Quizá porque no eran demasiados. Nos entregaron un folleto en español (algo raro en Francia), “Deje que le hable de Victor Hugo”; aún lo conservo, con el cariño con el que resguardamos los momentos gratos. El breve folleto contiene información bien seleccionada, interesante y con muchas fotografías e imágenes ilustrativas (algunas de las cuales reproduzco aquí). Este folleto, él solo, merecía más la pena que la mayoría de los paneles informativos que rellenan la vivienda. Porque podríamos decir que la casa está, Victor Hugo no. 




No obstante, es meritorio el esfuerzo dedicado a recobrar la figura de este hijo ilustre: había también grabados, cuadros, libros… que bien merecían detenerse ante ellos. Recorrimos la exposición casi solitarios. 




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La vivienda, tal como está montada en su interior, no revive a su personaje a principios del siglo XIX; pero, a pesar de todo, sí despierta la curiosidad por aquel que nació en este lugar. Bien es cierto que reproduce la antigua farmacia Baratte que existía ya en el siglo XVIII en la planta baja, y que alguna habitación guarda algo del mobiliario decimonónico y el dieciochesco papel pintado de las paredes. Pero casi todo se plantea como un centro de esos de interpretación, donde lo que acabas de interpretar es que cualquier parecido con lo que fue la casa del escritor es pura coincidencia. Mas en absoluto fue tiempo perdido, a pesar de que cuando visito este tipo de montajes, paneles acá y allá, me descentro totalmente y mi memoria tiende a la confusión y el desvanecimiento. Ahora mismo, al cabo del tiempo, todo se me vuelve difuso. 


Manuscrito de Victor Hugo

Pero hemos de ser comprensivos: si tenemos en cuenta que Hugo solo vivió poco más de un par de meses en esta casa y en esta ciudad, el trabajo empleado en reforzar su inmortalidad no es escaso ni es en balde. El jefe de batallón Léopold Hugo, padre del escritor, fue destinado a la guarnición de Besanzón en el verano de 1801. El tercer hijo de Sophie Trébuchet, Victor, nació aquí el 26 de febrero de 1802. En abril de ese mismo año, su padre fue enviado a Marsella, y con él su familia. Ese niño ya nunca jamás volvería a Besanzón.

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¿Qué podía quedar de natal en la casa? Incluso no estaba muy claro cuál era realmente la casa Baratte, la verdadera casa donde vino al mundo el escritor. Al parecer había otra en otro sector de la localidad, en la plaza Jean Cornet; y también se hablaba del número 14 de la rue des Granges, donde vivía su madrina, la señora Delelée. En 1845, Gustave Flaubert, el autor de Madame Bovary, decidió visitar la casa natal de Hugo en Besanzón. Fue conducido allí por la misma señora Delelée (no lo olvidemos, la madrina de Victor): Flaubert describió con claridad el número 140 de la Grand-Rue, este lugar, en esta plaza.


El ayuntamiento colocó en 1880 una placa conmemorativa en la fachada: VICTOR HUGO / 26 FEVRIER 1802. Dos siglos después de esta última fecha, el 26 de febrero de 2002, en el segundo centenario de su nacimiento, se ubicó en el edificio una nueva placa de homenaje con la siguiente inscripción del escritor: «Quiero grandes a los pueblos, quiero libres a los hombres.»





Son muchas las frases célebres de Victor Hugo que me han dado que pensar: «Porque debéis saber que la palabra es un ser vivo», «La poesía es todo lo que hay de íntimo en todo», «Nada es más inminente que lo imposible»; pero hay una cita que me gusta especialmente, tal vez porque carezco de ella: «Casi todo el secreto de las almas grandes está en esta palabra: Perseverancia.»

ESTATUA DE VICTOR HUGO,
 POR JUST BECQUET,
 EN EL PASEO GRANVILLE
Los bisontinos sostienen en alto la memoria del gran escritor y gran hombre dando su nombre a calles y plazas, institutos, erigiéndole estatuas, como la clasicista de Just Becquet en el paseo Granville; o la romántica de Ousmane Sow, en la Explanade des Droits de l’Homme, en 2 rue Mégevand, que lo representa con un reloj en la mano (por algo Besanzón es llamada la capital del Tiempo y posee un Museo del Tiempo, consagrado a su pasado relojero). La Collections Bibliotethèques de Beçanson contiene muchos y curiosos documentos, retratos, caricaturas… de Victor Hugo. Y en el museo de Bellas Artes y Arqueología destaca su busto de bronce, por Auguste Rodin.


Caricatura de Victor Hugo con su libro Historia de un crimen 
(en español en editorial Hermida)

Al cabo de los años, he sabido que Charles Fourier, Pierre Joseph Proudhon y Charles Nodier, Auguste y Louis Lumière, también son hijos de esta ciudad. Si se conserva la casa natal de Nodier, Besanzón bien merecerá una tercera visita. A pesar del impertinente camarero de un restaurante (el Granville, en la misma place Granville donde escruta a sus paisanos, desde su estatua, la mirada de Hugo), que en el primer viaje se negó a cobrarnos la breve comida con tarjeta de crédito, por ser española. Alors dans Besançon, vieille ville espagnole.


28 de julio de 2017, viernes, visita a la maison natal de Victor Hugo